El Amargo Secreto

Sangre en los Espejos

La mansión Archer amaneció en silencio.
No el silencio normal de una casa dormida, sino uno espeso, que se sentía en la piel.
El espejo, o lo que quedaba de él, seguía en el suelo: fragmentos diminutos que aún reflejaban destellos de luz dorada, como si algo dentro se resistiera a morir.

Orfeo se inclinó sobre ellos. Entre el polvo, podía leer todavía la palabra que los había marcado a fuego:

ARCHER.

La repitió en voz baja, y la sensación fue como pronunciar una maldición. En su interior, la mente se debatía entre la negación y la necesidad de saber.

Horas después, en el archivo familiar, una habitación olvidada detrás del despacho de su difunto padre, Orfeo encendió una vieja lámpara de aceite. El aire estaba lleno de polvo, el olor a madera húmeda y papel envejecido.

Comenzó a revisar cajas con nombres, fechas, registros, testamentos. Su pulso se aceleró cuando encontró una carpeta con el nombre de Lucía S.

Tembló al abrirla. Dentro había cartas, recibos y un certificado médico. Los ojos se le nublaron al leer la primera línea:

Lucía Samaris, empleada doméstica de la familia Archer. Año 2006. Internada por complicaciones postparto. Hijo varón sobreviviente.

Las letras parecían gritar. Orfeo dejó caer el papel, retrocediendo. El eco de su respiración llenó la habitación.

Hijo varón sobreviviente.

No necesitaba más. Lo sabía. Era Álex.

Cuando subió las escaleras, Álex estaba en el pasillo, mirando por la ventana. Sus ojos dorados parecían más pálidos, más apagados. Orfeo lo llamó, pero él no se movió.

—Álex…

—¿Es verdad, Orfeo? —preguntó sin girarse—. ¿Soy uno de ustedes?

El aire pareció congelarse entre ellos. Orfeo no respondió. No podía.

—Lo soñé —continuó Álex—. Vi una habitación blanca, y a una mujer que me cantaba. La misma voz que escuchamos en el espejo.

—No era un sueño —dijo Orfeo, apenas un susurro—. Era un recuerdo.

Álex se volvió lentamente. Había lágrimas contenidas en sus ojos, pero no de tristeza: eran de miedo.

—Entonces… ¿tú y yo somos sangre?

Orfeo apretó los puños.

—No lo sé con certeza. Aún no. Pero Damián lo sabía, o lo fingió… y quiere que lo creamos.

Esa tarde, mientras Orfeo salía para buscar más pruebas en los archivos de la familia, Álex se quedó solo. La mansión parecía observarlo. Cada rincón, cada sombra, susurraba su nombre.

—Álex… —la voz femenina sonó otra vez, suave y cálida— No debiste amar a quien lleva tu misma sangre.

El joven cayó de rodillas.

—¡Cállate! ¡Cállate! —gritó, tapándose los oídos.

Las luces parpadearon, y una ráfaga helada recorrió el corredor. El perfume de jazmín, el mismo de su infancia, el mismo de Lucía, llenó el aire.

Y de pronto, la voz cambió. Ya no era la de la mujer. Era la de Damián.

—Pobrecillo… ¿ves lo que has hecho?
El amor que tanto defendías… se vuelve pecado en tus manos.

Álex se levantó, buscando de dónde venía esa voz. No había nadie, pero podía sentir su presencia.

—No me importa lo que digas —replicó con furia—. Lo amo, y nada va a cambiarlo.

La voz rió, con una calma cruel.

—Dime eso otra vez… cuando sepa lo que guardo en mi poder.

Esa noche, Orfeo regresó con el rostro desencajado. En sus manos llevaba una carpeta más.—Encontré algo más —dijo con voz ronca— Cartas firmadas por mi padre.

Álex lo miró en silencio mientras él abría los sobres. El fuego de la chimenea iluminaba los papeles, y con cada línea, el color desaparecía del rostro de Orfeo.

Lucía…
Nadie puede saber lo que pasó entre nosotros. Si das a luz, desaparecerás.
El niño llevará otro apellido, pero su sangre no podrá borrarse.

Orfeo dejó caer las cartas. Su mirada se perdió en el fuego.

—No puede ser… —murmuró—. Damián tenía razón. Mi padre… tuvo una relación con Lucía.

Álex dio un paso atrás, el corazón latiendo con violencia.

—Entonces… ¿yo…?

—No digas nada —dijo Orfeo, acercándose con desesperación—. No, Álex. No hasta que sepamos todo. Damián juega con nosotros. Puede haber falsificado estas cartas.

Álex negó lentamente.

—No. La voz lo dijo. Dijo que la sangre no miente.

Orfeo lo tomó de los hombros..

—Escúchame. No importa lo que digan esos papeles. No importa si el mundo entero nos llama pecado. Te amo, Álex.

—¿Y si de verdad somos familia? —gritó él, entre lágrimas—. ¡¿Qué clase de amor sería ese?!

Orfeo lo abrazó con fuerza, hundiendo el rostro en su cuello.

—El único que me ha salvado. El único que no puedo dejar.

Esa noche no hubo besos. No hubo calor. Solo silencio. Ambos se quedaron despiertos en la misma cama, pero tan distantes como si los separaran océanos.

Orfeo miraba el techo, sin lágrimas, sin fuerza. Álex se daba la espalda, con los ojos abiertos en la oscuridad.

En medio de la madrugada, el sonido de un piano rompió el silencio. Una melodía lenta, familiar. Lucía solía tocar esa canción cuando él era niño. Pero no había pianos en la mansión Archer.

Álex se levantó, atraído por la melodía.
Cruzó los pasillos, siguiendo la música hasta la antigua galería. Y allí lo vio. Damián, sentado frente a un piano negro, sonriendo con una copa en la mano.

—Sabía que vendrías —dijo, sin dejar de tocar—. La sangre llama, ¿no es así?

Álex retrocedió.

—¿Qué hiciste?

Damián se detuvo y levantó una fotografía.
Era una imagen antigua: Orfeo, su padre y una mujer que Álex reconoció de inmediato.
Lucía.

—Esto —dijo Damián, colocándola sobre las teclas—. Esto es lo que los une y los condena.

Damián se levantó, acercándose despacio.
Su voz era un susurro venenoso que acariciaba como una serpiente.

—¿Lo entiendes ahora, pequeño? Él te ama… porque ve en ti lo que perdió. Su propia sangre.




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