La mansión Leclair tenía olor a vino caro y a encierro. Las paredes, cubiertas de terciopelo rojo y retratos de ancestros, parecían observarlo todo con ojos acusadores. Álex llevaba días allí no sabía cuántos exactamente, pero el tiempo había perdido sentido. Damián lo trataba con una cortesía tan pulida que dolía. Nadie lo encadenaba, nadie lo vigilaba… pero la puerta principal siempre estaba cerrada con llave. Era una prisión disfrazada de palacio.
Por las noches, el sonido de un piano recorría los pasillos. Y cada amanecer, Damián aparecía con una taza de chocolate caliente entre las manos.
—El mismo aroma que en Casa Archer —decía, con una sonrisa— ¿Ves? No todo lo que viene del pecado debe olvidarse.
Álex apenas podía mirarlo..Cada palabra suya era un veneno lento, pero dulce, cuidadosamente medido para debilitarlo.
—¿Por qué haces esto? —preguntó un día, con voz cansada.
Damián se acercó despacio, tan cerca que Álex sintió el perfume de su ropa: cedro, especias, poder.
—Porque quiero que entiendas, mi querido Álex, que el amor no existe. Solo la herencia, la sangre y el control.
—No te creo —susurró él, alzando la mirada— Lo que sentí con Orfeo fue real.
—¿Con tu propio hermano? —Damián se inclinó hasta que sus labios casi rozaron los suyos— ¿Eso te parece amor… o locura?
El joven retrocedió, con lágrimas en los ojos.
Pero Damián sonrió satisfecho. La herida seguía abierta..Solo necesitaba tiempo para convertirla en sumisión.
Mientras tanto, en la mansión Archer, el silencio había muerto. Orfeo no dormía. No comía. Pasaba las noches de pie en el despacho, con la carta de Damián en una mano y una copa vacía en la otra.
Los sirvientes lo observaban con miedo. Era un fantasma con el rostro del hombre que alguna vez había sido. Hasta que una noche, el mayordomo fiel desde su infancia se atrevió a hablar.
—Señor… no puede seguir así.
—¿Qué me queda, si él ya no está? —respondió Orfeo, con voz ronca.
—Venganza —dijo el hombre con serenidad— Lo único que no puede robarle.
La palabra encendió algo dentro de él.
Por primera vez en días, Orfeo levantó la cabeza. Sus ojos, antes llenos de tristeza, ahora brillaban con un fuego nuevo.
—Entonces que arda —susurró.
El ajedrez de la locuraDamián tenía un plan..No quería matar a Orfeo: quería verlo arrastrarse. Y para eso, Álex era su pieza perfecta. Cada día, lo hacía escribir cartas destinadas a Orfeo, cartas que nunca serían enviadas..Palabras manipuladas, dulces, vacías.
Estoy bien
Debes olvidarme.
Era necesario.
Luego las leía en voz alta, sentado frente al piano, mientras Álex lo observaba con los ojos vacíos. Pero cada noche, cuando se quedaba solo, el muchacho abría la ventana y dejaba escapar pequeños trozos de papel, con mensajes distintos:
Orfeo, no creas nada. Estoy preso. No lo escuches. Te amo.
Pequeños fragmentos que el viento arrastraba, esperando que el destino tuviera piedad.
La redención en las sombrasUna semana después, uno de esos fragmentos cayó en manos del único hombre que no había abandonado la mansión Archer: el mayordomo. Reconoció la letra de Álex al instante y corrió hacia su señor. Orfeo leyó el mensaje con las manos temblorosas. Su respiración se volvió errática. Y luego, el silencio.
El siguiente sonido fue el del cristal rompiéndose cuando dejó caer la copa.
—Lo tiene —murmuró, con un hilo de voz—. Damián lo tiene.
Miró el fuego, y una idea comenzó a formarse. Una idea peligrosa.
—Si Damián quiere un infierno… se lo daré yo.
La caceríaDías después, Damián ofreció una cena de gala en su mansión. La aristocracia entera acudió, curiosa por ver al hombre que había destruido el linaje Archer con un solo rumor.
El salón brillaba con oro y espejos. Y en medio de todo, Álex, vestido de negro, inmóvil, como una estatua viviente. Damián lo mantenía a su lado, como trofeo y advertencia.
—No sonríes, querido —le dijo entre dientes — Estás arruinando la ilusión de libertad que tanto me costó construir.
Álex lo miró sin responder. Pero dentro de él, algo empezaba a fracturarse. Un odio silencioso, helado, crecía como una raíz venenosa.
De pronto, la música cesó. Las puertas del salón se abrieron con violencia. El murmullo se volvió grito. Orfeo Archer estaba allí. Su presencia imponía. El traje negro, la mirada encendida, la respiración contenida por la furia..La aristocracia entera contuvo el aliento. Damián sonrió, encantado.
—Vaya… el ángel caído se atreve a descender a mi infierno.
Orfeo avanzó, paso a paso.
—Devuélveme lo que me robaste.
—¿Te refieres al amor de tu hermano o a tu pecado? —preguntó Damián con voz burlona.
Orfeo se abalanzó sobre él, tomándolo del cuello con una fuerza que nadie creía posible. Los guardias corrieron, pero Damián levantó una mano, disfrutando del espectáculo.
—¿Vas a matarme frente a todos, Orfeo? —susurró, sonriendo— Qué placer tan vulgar.
—No voy a matarte —dijo él, con voz baja y peligrosa — Voy a quitarte todo lo que te hace sentir poderoso.
Damián soltó una risa oscura.
—Eso ya lo hiciste tú mismo, cuando te enamoraste de lo prohibido.
Orfeo apretó los dientes, temblando.
—Te equivocas, Damián. No hay pecado en amar. Pero sí lo hay en destruirlo.
Álex observaba la escena, el corazón a punto de estallar. El miedo y la esperanza se mezclaban en su pecho. Por un instante, creyó ver detrás de Orfeo una figura luminosa, la silueta femenina de Lucía, sonriendo como si los bendijera. El suelo vibró. Las luces titilaron. Y el gran espejo del salón, el mismo donde Damián solía admirarse, comenzó a agrietarse.
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Editado: 28.10.2025