El eco del espejo roto aún resonaba en las paredes de la mansión Leclair.
El silencio posterior fue antinatural, casi monstruoso. Entre el humo de las velas apagadas, Orfeo tomó la mano de Álex y lo atrajo hacia sí, sin pensarlo. Su mirada ardía, no de furia, sino de instinto: tenía que sacarlo de allí o moriría intentándolo.
—Vámonos —susurró, apretando su mano— No mires atrás.
Álex asintió, aunque el temblor de su cuerpo lo traicionaba. En la confusión, los invitados gritaban, algunos huían, otros simplemente observaban, fascinados por el espectáculo que se había vuelto el colapso del hombre más temido de la aristocracia.
Damián, en cambio, permanecía en el centro del salón, de pie entre los fragmentos del espejo. Una herida abierta le cruzaba la frente y un hilo de sangre caía sobre su mejilla. Su sonrisa era la de un dios destronado que aún no acepta su caída.
—¿Crees que puedes escapar, Orfeo? —dijo con voz grave y distorsionada— Ni siquiera la muerte podrá separarme de ustedes.
Orfeo no respondió. Lo miró con la serenidad del que ya no teme perder nada, y con un solo movimiento, tiró de Álex y ambos desaparecieron entre la multitud, corriendo hacia la noche.
La fuga
La nieve caía con violencia. El aire cortaba la piel. Orfeo guiaba a Álex a través de callejones oscuros, pasando por las ruinas de viejas mansiones que una vez pertenecieron a familias como los Archer o los Leclair, ahora devoradas por el tiempo.
—¿A dónde vamos? —preguntó Álex, jadeando.
—Al norte —respondió Orfeo sin detenerse— Más allá del valle hay una aldea. Nadie conoce ese lugar. Allí su poder no llegará.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque mi madre lo mencionaba cuando yo era niño —murmuró él — Decía que había un sitio donde las voces del alma no podían entrar. Donde incluso los pensamientos se apagan.
El cielo rugió con un trueno. A lo lejos, una columna de fuego iluminó el horizonte: la mansión Leclair ardía. Álex se detuvo, con el corazón en la garganta.
—¿Lo hiciste tú?
Orfeo negó, sin dejar de correr.
—No. Él lo hizo. Damián destruyó su propio hogar.
La mente herida de un monstruo
Dentro de las llamas, Damián se tambaleaba. El humo lo envolvía, pero su sonrisa seguía intacta, como si el fuego no lo tocara. La herida en su frente palpitaba, y cada latido era un golpe de furia. Cayó de rodillas, entre retratos que se derretían en la pared.
—¡Lucía! — gritó hacia la oscuridad — ¡Lucía, no me apartes de ellos! ¡No puedes robarme lo que es mío!
Un espejo ennegrecido, casi intacto, reflejó su imagen distorsionada. Por un instante, creyó ver el rostro de Lucía en él. Pero su sonrisa no era maternal, ni dulce. Era la sonrisa de alguien que observa la justicia cumplirse.
—Por fin… — susurró la voz de Lucía — El hijo que usaste para tus venganzas te olvidará.
Damián golpeó el suelo con el puño.
—¡No! ¡No me olvidarás, Orfeo! ¡Nadie olvida al hombre que lo rompió!
Se levantó tambaleante, caminó hacia su escritorio, y abrió un cajón oculto. De él extrajo una pequeña caja de plata grabada con símbolos arcanos. Dentro, una piedra negra palpitaba con un brillo enfermizo.
La apretó contra su pecho, y la energía del objeto lo atravesó. Su cuerpo tembló, la sangre se mezcló con el poder del odio.
—Si el alma me falla… el alma los buscará.
—Si la voz me calla… el eco me vengará.
El fuego lo devoró por completo. Pero su risa… su risa resonó incluso cuando la mansión se vino abajo.
Refugio de sombras
Dos días después, Orfeo y Álex llegaron a las montañas del norte. El viaje fue brutal. Sus cuerpos estaban exhaustos, cubiertos de nieve y heridas, pero ninguno quiso detenerse hasta ver el primer rastro de humo en el horizonte: una aldea pequeña, oculta entre pinos y rocas.
Los aldeanos los miraron con desconfianza.
Eran hombres y mujeres de pocas palabras, ajenos a las guerras de la aristocracia. Solo una anciana se acercó a ellos, de rostro arrugado y ojos verdes como hojas antiguas.
—Han cruzado el límite —les dijo, observándolos con detenimiento — Nadie que lleve el peso de los espíritus debería estar aquí.
—Buscamos un lugar donde no llegue la mente de un hombre —respondió Orfeo.
—¿Un hombre o un demonio? —preguntó ella.
Álex tragó saliva.
—Ambas cosas.
La mujer suspiró.
—Entonces sigan el sendero del bosque. Hay una cabaña junto al lago. Allí, las voces mueren. Pero cuidado… cuando la mente calla, el corazón grita.
El lago de cristal
El lugar era hermoso. El lago estaba cubierto por una fina capa de hielo que reflejaba la luna como si fuera un espejo nuevo, uno sin maldad. La cabaña era pequeña, pero cálida, con una chimenea que encendieron al llegar.
Por primera vez en meses, Álex durmió profundamente. Y Orfeo lo observó mientras descansaba, con la sensación de haber cruzado un umbral sin retorno.
Se sentó junto a la chimenea, recordando cada palabra de Damián, cada amenaza, cada mirada de odio. Su cuerpo estaba libre, pero su alma seguía encadenada. Cerró los ojos, y la escuchó: una voz tenue, lejana, que parecía venir desde dentro de su mente.
¿Creíste que podías escapar?
Orfeo se levantó sobresaltado, respirando con dificultad. Pero no, no era Damián. La voz provenía del fuego.
El espectro del fuego
Cuando Álex despertó, Orfeo estaba frente a la chimenea, inmóvil. Sus ojos tenían un brillo extraño. El fuego parecía bailar de un modo antinatural, proyectando una silueta que no pertenecía a ninguno de ellos.
—¿Orfeo? —susurró Álex, acercándose.
La sombra en las llamas se volvió hacia él.
Era el rostro de Damián. Pero no su cuerpo. Solo su mente.
—¿De verdad creíste que la muerte podía detenerme? — dijo la voz, entre risas — Me ofrecí al fuego y el fuego me devolvió el alma.
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Editado: 28.10.2025