El Amargo Secreto

Bajo el hielo, los nombres arden

El lago parecía una inmensa pupila helada mirando la cabaña. La luna, cuarteada como un plato roto, derramaba luz sobre la superficie de cristal. Y, allí, avanzando sin hundirse, la sombra: sin rostro, sin pasos y, aun así, cada movimiento sonaba en el pecho como un golpe.

Álex pegó la frente al vidrio. El vapor de su aliento se dibujó en la ventana y, al desvanecerse, dejó ver dos ojos negros devolviéndole la mirada desde afuera. Sonrió o algo parecido: una curvatura imposible en una ausencia de boca.

—Nos encontró… —susurró, con la voz a punto de quebrarse.

Orfeo apareció detrás, cerró con llave por instinto, y lo rodeó por la cintura para separarlo del vidrio.

—Retrocede, mi vida.

La sombra se detuvo. El hielo crujió, no por peso sino por odio. Algo trazó una espiral en la escarcha, idéntica al sello Leclair, y el aire de la habitación se volvió más denso; olía a cedro quemado y a vino rancio.

—Damián… —dijo Orfeo, y la palabra dejó un sabor metálico en la lengua.

El vidrio empañó por dentro, y, sobre el vaho, una línea escrita desde fuera apareció como si una uña invisible arañara el cristal:

MIENTEN LOS ESPEJOS. NO LA SANGRE.

Álex retrocedió dos pasos. Orfeo entrelazó sus dedos con los suyos para que no temblaran solos. El viento rugió desde el bosque. Las teas de la chimenea se apagaron de golpe; la cabaña respiró oscuridad y, por un latido, el mundo fue solo ese par de ojos en el cristal.

El sueño clavado

No durmieron. O creyeron no dormir. A mitad de la noche, Álex se encontró sentado sobre el suelo, espalda contra la cama, con los dedos entumecidos sujetando un papel que no recordaba haber escrito. El corazón le galopaba en la garganta. En el papel, con su propia letra:

Si yo callo, él entra por ti.

Levantó la vista. Orfeo se había quedado dormido de lado, exhausto, el cabello revuelto sobre la almohada y la mano buscando a ciegas—como siempre—su lugar en el hueco de su pecho. Álex acercó los labios a esa mano y respiró hondo.

Al cerrar los ojos, la vio. Lucía. No en un espejo, sino en la madera desnuda de la memoria: un patio pequeño, una canción de cuna, olor a café y a jazmín barato, el sol encendiendo partículas de polvo. Y una frase que ahora volvía, entera:

A veces te esconderé en tu propio nombre, hijo. Si te llaman por otro, no contestes.

Despertó a medias con un golpe: tres toques en la puerta de la cabaña, secos, de hueso contra madera. Orfeo ya estaba de pie, el cuerpo tensado como un arco.

—Nadie sabe que estamos aquí —murmuró.

—Nosotros lo sabemos —contestó una voz de mujer al otro lado, clara, limpia como el agua del deshielo — Y él también. Abran o abrirá.

Se miraron. Orfeo asintió. Álex descorrió el cerrojo. La mujer que cruzó el umbral traía la montaña en los ojos: verdes y fríos, pero vivos. Un pañuelo oscuro le cubría la cabeza y un brazalete de hilo rojo le ceñía la muñeca. La anciana del pueblo la había nombrado sin nombrarla: la que sabía.

—Me llamo Mirela —dijo, cerrando con cuidado—. Y no hay mucho tiempo.

El nombre que protege

Mirela extendió sobre la mesa un paño con sal gruesa y hierro frío; colocó en cruz una aguja y una ramita de abeto. El lago, tras la ventana, parecía inclinarse hacia adentro, curioso.

—No pueden luchar con gritos contra quien viene con nombres —explicó, mientras ordenaba los objetos—. Las mentes caen cuando las llaman por lo que no son.

—¿Nos creen hermanos? —se le escapó a Álex, áspero.

—Él quiere que ustedes lo crean —replicó Mirela sin mirarlo—. Y cuando el corazón acepta el nombre errado, el cuerpo obedece. La sangre—la verdadera—no necesita rumores; necesita prueba.

Orfeo sacó la carpeta arrugada con cartas, certificados, firmas. Se la ofreció. Mirela las hojeó sin una mueca… hasta que se detuvo, tocó con la yema una tinta que, a contraluz, brilló distinto.

—Esto está rehecho. Aquí hay dos manos. La primera—auténtica—fue tachada con sangre vieja. La segunda—la falsa—encima, con tinta que imita genealogías. —Levantó la hoja, la acercó al rescoldo—. Quien falsificó sabía del oficio, pero no de la liturgia.

Álex sintió que un nudo se aflojaba detrás del esternón, dolorosamente.

—¿Entonces…?

Mirela dobló el documento con precisión quirúrgica.

—Entonces no son lo que él dice. Pero no basta con saberlo: hay que romper el hilo con el que los ata. Y su hilo no es solo mentira: es pacto.

—La piedra —murmuró Orfeo, recordando el latir enfermo sobre el pecho carbonizado— La llevaba consigo.

—Un corazón prestado —asintió Mirela—. Si no se le arrebata, su pensamiento cruzará el lago y los invadirá en cada sueño.

Álex tragó hielo.

—¿Cómo se lo quitamos a un muerto que no está… del todo?

La mujer lo miró por fin, directo, como se mira a quien va a decidir.

—Se desciende a su nombre. Se nombra lo que él oculta. Y alguien paga el peaje.

—¿Qué peaje? —preguntó Orfeo, con la respuesta en la garganta.

—Memoria. —La palabra cayó como un canto rodado—. El que baje saldrá… pero olvidará una cosa que ama. Una sola. Para siempre.

El silencio se llenó de astillas.

—No —dijo Orfeo al instante—. Yo bajo.

—Yo bajo —dijo Álex al mismo tiempo.

Se quedaron frente a frente, el mundo en mesa de disección, y Mirela apartó la vista con un respeto antiguo, como si interrumpiera una plegaria.

El lago que escucha

Salieron al borde del hielo con la madrugada. El aire, filoso; la luz, azul. Mirela marcó con sal un círculo sobre la superficie; el hielo la aceptó sin crujir.




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