El Amargo Secreto

La voz de los muertos

La nieve caía lenta, gruesa, aplastando los pinos del camino al valle. Cada copo parecía un reloj que se detenía antes de tocar el suelo. El motor del auto se ahogó entre la ventisca, y Orfeo miró a Álex desde el asiento del copiloto. No hablaron. El silencio era su única forma de rezar.

Casa Archer estaba a punto de despertar de su letargo. Una mansión antigua, rodeada por esculturas ennegrecidas, luces mortecinas encendidas a medias, como si la piedra misma tuviera miedo de lo que estaba por suceder.

Cuando llegaron, el mayordomo los esperaba bajo el pórtico. Tenía el rostro descompuesto, las manos crispadas alrededor del abrigo.

—No debieron venir… —murmuró— Ella dijo que el tiempo no la esperaría. Que la medianoche traería juicio y respuesta.

—¿Dónde está? —preguntó Orfeo, firme, aunque el corazón le temblaba.

—En el salón principal, señor. Frente al retrato familiar.

La madre y el espejo

Lucía estaba de pie ante la chimenea. El fuego la rodeaba como un manto. No parecía una anciana ni un espectro, sino una mujer suspendida entre ambos mundos: su piel blanca y tersa, su cabello suelto y plateado, los ojos dorados… idénticos a los de Álex. Cuando los vio entrar, sonrió con una dulzura rota.

—Tardaron —dijo—. Pero el amor siempre llega a tiempo para sangrar.

Orfeo dio un paso al frente, la respiración contenida.
—¿Es usted…?

—Lucía Archer —asintió—. Madre. Pecadora. Puerta de entrada y salida.

Álex avanzó despacio, temiendo que si hablaba demasiado alto la figura se desvaneciera.

—Me dijeron que estabas muerta. Que habías desaparecido antes de que yo naciera.

—Desaparecí porque era necesario —respondió ella, y su voz tenía la textura de una plegaria— Si me quedaba, él habría nacido dentro de mí.

—¿Él? —preguntó Orfeo.

Lucía alzó la vista hacia el retrato familiar: los Archer posaban en un jardín lleno de rosas, pero entre las sombras, un niño más pequeño casi invisible miraba desde detrás de un arbusto.

—Damián —susurró— Mi primer hijo.

El aire se heló. Álex sintió el mundo girar.

—¿Qué estás diciendo?

Lucía lo miró con lágrimas cristalinas.

—Que la sangre que te odia… también es mi sangre.

Orfeo cerró los puños.

—Entonces él…

—Tu hermano —interrumpió ella—. El mío y el suyo.

Un hijo del resentimiento y la vergüenza. Nació en la sombra. Yo era joven. No podía permitir que lo criaran como monstruo, así que lo entregué a los Leclair. Creí que al alejarlo lo salvaría. El fuego rugió, levantando chispas doradas. Lucía apartó la mirada.

—Pero lo que uno intenta salvar, si se siente abandonado… se convierte en venganza.

El juramento y la culpa

Orfeo dio un paso hacia ella, con la voz quebrada.

—Entonces todo esto… su odio, su manipulación, su crueldad…

—Es mi pecado —dijo Lucía, con serenidad devastadora—. Yo lo sembré. Y solo yo puedo arrancarlo.

—¿Por qué ahora? —preguntó Álex—. ¿Por qué esperaste tanto?

—Porque Damián ya no vive, pero tampoco muere. Su espíritu se aferra a la piedra que alguna vez fue su corazón. Y mientras su sangre —la mía— siga latiendo, seguirá buscándolos.

Lucía extendió la mano, y el fuego se apagó de golpe. De la oscuridad surgió un brillo leve: una gema negra idéntica a la que Orfeo y Álex habían visto en el abismo. Flotaba frente a ellos, latiendo débilmente.

—Esta es su mitad —dijo Lucía— La otra está en el lago.

—¿Por qué nos la muestras? —preguntó Orfeo.

—Porque a medianoche, una de ellas debe morir.

—¿Y si no lo hacemos?

Lucía lo miró con una mezcla de ternura y tragedia.

—Entonces él volverá. Y esta vez, no vendrá solo.

La llegada del humo

Las campanas del reloj marcaron las 23:58.
El aire comenzó a vibrar. El suelo crujió como si bajo la mansión hubiera una garganta enorme intentando respirar. Lucía cerró los ojos y murmuró palabras antiguas. El fuego de la chimenea se tornó azul. Y en el humo… un rostro. Quemado, deforme, pero reconocible: Damián.

—Madre —dijo con voz ronca, áspera como ceniza— Viniste a despedirte.

—Vine a terminar lo que debí hacer hace años —contestó ella.

—¿Matándome otra vez? —rió Damián, su carcajada retumbó entre las paredes—. No puedes. Tu culpa me alimenta. Sin ti, no soy nada.

El humo comenzó a extenderse, rodeando a Álex y Orfeo. Lucía gritó:

—¡Atrás! ¡No lo miren a los ojos!

Pero Álex ya estaba atrapado. El humo lo envolvía, y una corriente de recuerdos falsos comenzó a invadirlo: él y Damián de niños, corriendo juntos; risas; un juramento en sangre.

Prometiste no amarlo, hermano.

—¡No! —gritó Álex—. ¡Eso no es real!

Orfeo intentó alcanzarlo, pero el humo lo lanzó contra la pared. Lucía, entre tanto, sostenía la gema con ambas manos; el fuego azul la consumía.

—Si destruyo esto, me iré con él —dijo— Pero ustedes… vivirán.

—¡No! —gritó Orfeo—. ¡Debe haber otra forma!

Lucía sonrió, cansada.

—No hay otra forma cuando se ama tanto como se peca.

El humo rugió, convirtiéndose en figura.
Damián se materializó, medio humano, medio sombra, con una sonrisa cruel.

—Entonces ven conmigo, madre. Termina tu obra.

Lucía levantó la gema, la miró una última vez, y la arrojó al fuego azul. El mundo estalló.

El silencio del fuego

Cuando el resplandor se extinguió, Orfeo se arrastró hasta el centro del salón. La chimenea había desaparecido. Solo quedaba un círculo de ceniza. En el centro, Lucía estaba arrodillada, con la cabeza inclinada. Sus labios sonreían, pero su pecho no se movía. Álex cayó de rodillas junto a ella, temblando.

—No… no… mamá…

Orfeo lo abrazó, sin palabras. El aire olía a hierro, a tierra, a final. Y por un instante, la mansión pareció respirar aliviada. Hasta que el reloj, puntual, marcó las doce. El eco del último campanazo hizo vibrar las paredes. Las luces parpadearon. Y desde la ceniza, una voz… suave, como una brisa:




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