El fuego azul se había extinguido, pero el olor a humo y ceniza seguía suspendido en el aire. La mansión entera parecía respirar con dificultad, como si cada ladrillo intentara recordar quién era el dueño de esa casa maldita.
Álex estaba de pie entre los escombros, con la mirada fija en el retrato de Lucía, ahora chamuscado por las llamas. El silencio era tan profundo que incluso el viento dudaba antes de entrar. A su lado, Orfeo lo observaba, con los dedos entrelazados a los suyos. Esperaba una reacción: lágrimas, preguntas, dolor. Pero nada llegó.
El rostro de Álex era una máscara. Ni una palabra. Ni un temblor. Lucía, arrodillada entre las cenizas, alzó el rostro hacia ellos. Su piel brillaba con un fulgor enfermizo, mezcla de vida y de muerte. Los ojos dorados, idénticos a los de Álex, parecían suplicar sin voz.
—Hijo… —murmuró, extendiendo una mano— No imaginás cuánto te busqué. Todo lo que hice fue para protegerte.
Álex la miró con la misma calma con la que uno observa la lluvia tras una ventana.
—¿Protegerme? —repitió, apenas moviendo los labios — ¿Eso hiciste al dejar que tu otro hijo destruyera todo lo que tocó?
Lucía parpadeó. La voz de Álex no temblaba, no mostraba rabia. Era algo peor: vacío.
—No quise que Damián se volviera lo que es.
—Y sin embargo lo hiciste —interrumpió él— Y ahora pretendes pedirme perdón.
Lucía dio un paso hacia él, pero el joven retrocedió con una frialdad helada.
—No me toques.
—Álex, por favor… soy tu madre.
—No —dijo él, con voz baja pero firme— Tú eres la raíz de todo esto. No necesito tus disculpas. Ni tus lágrimas.
Lucía tembló.
—Hijo…
Álex se inclinó un poco, lo justo para que su voz se oyera como un susurro venenoso:
—Ya no tengo madre.
Un estruendo cortó el silencio. Las paredes se agrietaron. El fuego azul volvió a encenderse, girando en espiral, y la voz de Damián surgió de entre las llamas, resonando en cada rincón de la mansión.
—Qué melodrama tan delicioso… — dijo con su tono de burla habitual — La familia reunida. La madre llorando, el hijo ingrato, el amante que no pertenece a ningún linaje.
Orfeo apretó los puños.
—¡Muestra tu rostro, cobarde!
El fuego se condensó en una figura: la mitad de Damián, mitad humo, mitad carne. Su sonrisa era un tajo, y los ojos ardían con locura.
—¿Cobarde? Oh, querido, yo no me escondo. Yo estoy dentro.
—¿Dentro de qué? —preguntó Álex.
—De ti, pequeño hermano —susurró Damián, inclinando la cabeza—. Compartimos algo más que sangre. Compartimos la grieta en el alma de Lucía.
Álex lo miró sin pestañear.
—No compartimos nada.
Damián rio, una carcajada rota y sin aire.
—Qué frialdad tan deliciosa. Pero ya verás cuánto tardas en romperte cuando lo pierdas a él.
Sus ojos se clavaron en Orfeo.
—¿Sabes lo que más me fascina de ti, Archer? —dijo con voz grave—. Que llevas la luz en la mirada y la oscuridad en el corazón. Por eso te quiero. Por eso nadie más puede tenerte.
Orfeo lo enfrentó, respirando con dificultad.
—Tú no sabes amar. Solo poseer.
—Y tú, solo huir. —Damián sonrió—. Pero esta vez no correrás.
El fuego azul se estiró como una lengua y atrapó a Orfeo del pecho. El aire se llenó de humo, y el cuerpo del aristócrata cayó de rodillas, jadeando, mientras las llamas le marcaban la piel con líneas brillantes.
—¡No! —gritó Álex, pero Damián lo miró con deleite.
—Mira cómo sufre. Es casi poético.
Álex corrió hacia Orfeo, pero el fuego se cerró como una jaula, separándolos. Lucía extendió las manos, intentando contener el hechizo, pero el poder de Damián era superior. El humo adoptó la forma de alas negras que se desplegaron por el techo.
—No pueden salvarlo —dijo—. Orfeo es mío. Desde la primera vez que me miró con miedo.
El hijo del hieloÁlex respiró hondo. Sus manos temblaban, no de miedo, sino de algo nuevo: determinación pura. Cerró los ojos y recordó la voz de Mirela, aquella mujer del bosque:
Cuando la mente calla, el corazón grita. Si alguna vez te quieren poseer, no pelees con fuego. Pelea con tu verdad.
Abrió los ojos. El azul del fuego comenzó a desvanecerse frente a la mirada dorada de Álex, que se volvió incandescente, casi inhumana. Su voz fue baja, controlada.
—Suéltalo.
Damián rio.
—¿Y si no?
—Entonces te obligaré.
—No tienes poder, niño.
—No necesito poder. —Álex dio un paso al frente — Tengo algo que tú nunca tendrás: una razón para seguir vivo.
El fuego azul tembló. Damián frunció el ceño.
—¿Qué estás haciendo?
El suelo comenzó a congelarse bajo los pies de Álex. Hielo. Puro, brillante, imparable. El fuego retrocedió ante el frío.
—Tu poder viene del odio —dijo Álex— El mío, del amor. Y tú no puedes tocarlo.
El hielo se extendió hasta el fuego que envolvía a Orfeo y lo apagó. El cuerpo de Damián se retorció de furia.
—¡No! ¡No puedes desafiarme! ¡Soy tu hermano!
—No —susurró Álex—. Eres mi error genético.
El fuego se apagó por completo, dejando a Damián medio transparente. Lucía cayó al suelo, débil, agotada.
—Álex… no lo mates… —susurró ella.
Él la miró, helado.
—Tú tuviste tus oportunidades. Yo tengo las mías.
Se volvió hacia Damián, que jadeaba, debilitado. Sus ojos ya no eran de fuego, sino de miedo.
—¿Qué quieres de mí? —preguntó entre dientes.
—Nada —respondió Álex con serenidad—. Quiero que dejes de existir.
Y con un gesto de su mano, el hielo lo cubrió por completo, sellándolo dentro de una prisión translúcida. Por primera vez, Damián guardó silencio.
La caída del linajeEl fuego de la chimenea volvió a ser rojo.
La mansión suspiró, liberando siglos de tensión. Lucía se desplomó. Orfeo, aún débil, se acercó a Álex, tocándole el rostro.
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Editado: 28.10.2025