El Amargo Secreto

El ruido en mi cabeza

Desde que lo encerraron en el pabellón psiquiátrico privado, Damián Leclair no había vuelto a pronunciar palabra. Pero eso no significaba que se hubiera ido. Su silencio pesaba sobre la ciudad como una tormenta contenida. Los diarios hablaban del escándalo en voz baja; la aristocracia, fingiendo decencia, devoraba cada detalle con placer morboso.

Álex lo sabía: su hermano no necesitaba hablar para seguir destruyendo. A veces bastaba con haber dejado las heridas abiertas en el momento exacto.

La mansión Archer amaneció con un gris espeso. Orfeo dormía a su lado, el cabello revuelto sobre la almohada, los labios entreabiertos. Había paz en ese cuerpo, y eso lo enfurecía tanto como lo aliviaba. La paz era un lujo que Damián le había robado para siempre.

Álex se levantó despacio, tratando de no despertarlo, y caminó hasta el ventanal.
El reflejo del cristal le devolvió un rostro que no reconocía del todo. Tenía la mirada fija, contenida, la de alguien que aprendió a sobrevivir dejando de sentir. El teléfono vibró sobre la mesa de noche. Un mensaje sin remitente.

¿Sigues durmiendo con él? Qué fácil reemplazas al amor por el remordimiento.

No necesitaba adivinar quién lo enviaba.
Damián podía estar encerrado, medicado, vigilado pero seguía sabiendo exactamente dónde doler.

La fractura invisible

Orfeo se despertó al oír el ruido del teléfono.
Se incorporó, frotándose los ojos.

—¿Otra vez? —preguntó, sin tono de sorpresa.

Álex no contestó. Dejó el móvil sobre la mesa y se sentó a los pies de la cama. Orfeo se levantó, lo rodeó por detrás y apoyó las manos en sus hombros.

—No tienes que leer nada de él —dijo con voz tranquila.

—No puedo ignorarlo —respondió Álex—. Si lo ignoro, inventa algo peor.

Orfeo bajó las manos y se sentó a su lado.

—No le debes nada, Álex. Ni atención, ni culpa.

—Le debo una cosa —replicó él, sin mirarlo— Terminar lo que empezó.

—No vas a caer en su juego.

—Ya estoy en su juego, Orfeo. Solo intento ganar.

El silencio se instaló entre ambos, pesado, áspero. Era el tipo de silencio que no separa, pero tampoco acerca.

Orfeo lo miró de perfil. La mandíbula tensa, el pulso acelerado. Sabía que Damián seguía dentro de su mente, no como un fantasma, sino como un trauma: un eco constante recordándole quién lo había humillado, manipulado, degradado… y sobrevivido.

—¿Sabes lo que más odio de él? —murmuró Álex.

—¿Qué?

—Que logró que yo dejara de confiar en la gente que amo.

Orfeo tomó su mano.

—Entonces empieza de nuevo. Confía en mí.

Álex lo miró. Y por primera vez en semanas, lo hizo sin defensas, sin orgullo. Pero el miedo seguía allí, detrás de los ojos.

El peso del nombre

A media mañana, Álex fue citado por el abogado familiar. Lucía estaba en el despacho, esperándolo. Vestía de negro, el cabello recogido con un moño perfecto, los dedos inquietos sobre la carpeta de documentos.

—Hijo —dijo apenas lo vio entrar— Gracias por venir.

Él no respondió. Cerró la puerta y se quedó de pie. Lucía suspiró.

—No voy a justificarme otra vez. Ya sé que no me perdonás.

—Entonces no hables —dijo Álex, con calma— Solo dime qué querés.

Lucía bajó la mirada.

—Damián pidió verte.

El silencio se rompió como un vidrio. Álex no parpadeó.

—¿Y creés que voy a hacerlo?

—Está… muy mal. Lo mantienen sedado la mayor parte del tiempo, pero… él no deja de escribir tu nombre. —Lucía apretó los labios— No quiero que lo odies toda la vida.

—Llegás tarde —dijo él con una sonrisa vacía— Ya lo odio lo suficiente.

Lucía se levantó, rodeó el escritorio y se detuvo frente a él.

—Álex, por favor. Es tu hermano.

Él la miró con los ojos fríos, casi crueles.

—No tengo hermanos. Tengo verdugos.

—Yo sé que te hice daño, pero… —empezó ella.

—No —la interrumpió, seco—. Vos lo creaste. Vos lo alimentaste. Vos lo dejaste creer que tenía derecho a destruirnos.

Lucía tembló.

—No podés vivir odiando.

—Puedo vivir sin sentir nada. Es más fácil.

La grieta

Esa noche, Orfeo lo esperó en el estudio.
Sobre la mesa había una botella de vino abierta y dos copas.

—¿Cómo te fue? —preguntó.

Álex se sirvió sin contestar. Bebió un trago largo.

—Mi madre quiere que lo perdone.

—¿Y vos?

—Quiero que se pudra en silencio.

Orfeo lo miró con tristeza.

—No podés curarte con odio, Álex.

—No quiero curarme. Quiero entender por qué no puede dejarme en paz.

Orfeo lo tomó del rostro, lo obligó a mirarlo.

—Porque le ganaste. Porque estás vivo, y él no soporta eso.

Álex sonrió con ironía.

—No siento que haya ganado nada.

Orfeo lo besó, despacio, como si el gesto pudiera romperle la coraza.
Pero Álex no respondió.
Se quedó quieto.

—No puedo… — susurró — Cuando cierro los ojos lo escucho. No como una voz, sino como una idea. Lo que él diría, lo que él haría. No se calla nunca.

—Entonces háblale. Dile que ya no tiene poder sobre vos.

—¿Y si sí lo tiene?

Orfeo lo abrazó fuerte.

—Entonces lo enfrentaremos juntos.

El retorno de la prensa

Dos días después, los periódicos publicaron una foto. Damián, esposado, con la cabeza baja, siendo trasladado desde la clínica. El titular decía:

El heredero Leclair podría recuperar la libertad bajo custodia médica.

Álex dejó el diario sobre la mesa. Orfeo lo miró en silencio.

—No lo harán —dijo, intentando sonar convencido.

—Claro que lo harán —contestó Álex—. Porque la aristocracia siempre protege a sus monstruos.

Caminó hacia el ventanal y respiró hondo.

—Si sale, vendrá por mí.

Orfeo se acercó.

—Entonces no estaremos aquí cuando lo haga.




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