El Amargo Secreto

Amar para sobrevivir

El amanecer se filtró entre las cortinas del dormitorio, dorando la piel de Orfeo.
Álex lo observaba en silencio, apoyado contra el marco de la puerta, una taza de café entre las manos. Le fascinaba la quietud con la que dormía, esa paz que solo parecía existir cuando el mundo no podía alcanzarlos.

Durante semanas, se habían escondido del ruido exterior. Sin prensa. Sin sociedad. Sin familia. Solo ellos dos en la casa del lago, lejos de la ciudad. Lejos de Damián. Era una tregua. Frágil, pero necesaria. Orfeo se movió, entreabriendo los ojos.

—¿Qué hora es? —murmuró, con la voz aún dormida.

—Demasiado temprano —respondió Álex, acercándose.

—Entonces ven a dormir conmigo.

—¿Y dejar que se enfríe el café?

—Deja que se enfríe todo —susurró Orfeo, sonriendo.

Álex dejó la taza sobre la mesa y se acostó junto a él. No había palabras. Solo el roce tibio de las manos, el silencio de dos cuerpos que ya no necesitaban hablar para entenderse.

Orfeo le acarició el rostro.

—Estás más tranquilo.

—Porque ya no hay nadie más —dijo Álex, con honestidad—. Solo vos.

Orfeo se acercó y lo besó. Fue un beso largo, profundo, de esos que detienen el tiempo. Cuando se separaron, Álex apoyó la frente contra la suya.

—Si alguna vez me pierdo —susurró—, solo prométeme que no vas a buscarme donde duele.

—Te buscaré donde estés —contestó Orfeo, sin dudar.

El amor de ambos tenía la calma de lo que sobrevive al dolor y el hambre de lo que estuvo a punto de morir.

El refugio

Los días en la casa del lago se repetían como una melodía simple: Orfeo cocinaba, Álex trabajaba en bocetos para la nueva chocolatería que planeaban abrir juntos. Pequeños gestos. Pequeños planes. La normalidad era su lujo más caro. Pero cada noche, cuando el sol se hundía detrás del bosque, Álex encendía un cigarrillo y lo miraba arder hasta el final.

Orfeo lo observaba en silencio. Sabía que, aunque no lo dijera, seguía pensando en él. En Damián.

—¿Vas a dejar que siga viviendo en tu cabeza? —preguntó una noche.
Álex exhaló el humo despacio.

—No vive en mi cabeza. Vive en los rincones que no puedo apagar.

—Eso también es vivir —dijo Orfeo, acercándose — No podés dejarle eso.

Álex apagó el cigarro.

—Por eso te tengo a vos. Porque sos lo único que él no puede tocar.

Orfeo sonrió, aunque dentro sabía que nada era tan simple. Las cicatrices emocionales no se borran con amor. Pero él estaba dispuesto a intentarlo cada día.

La amenaza invisible

Mientras tanto, a cientos de kilómetros, Damián Leclair no dormía. Su habitación de la clínica psiquiátrica privada era un espacio blanco y aséptico, pero su mente seguía viva, aguda, letal. Frente a él, un hombre trajeado lo escuchaba con atención.

—¿Está seguro de querer hacerlo? —preguntó el visitante.
Damián sonrió, con esa calma que anticipa el caos.

—Seguro no. Determinado, sí.

—Podría costarle caro.

—Todo lo valioso cuesta caro. Y Orfeo Archer lo vale todo.

El hombre asintió.

—¿Y su hermano?

Damián desvió la mirada hacia la ventana.

—Álex es solo el precio que se paga por el deseo.

Tomó una carpeta del escritorio y la deslizó hacia el hombre.

—Encontralo. Quiero saber dónde están.

—¿Y cuando lo sepa?

—Cuando lo sepas —dijo Damián con voz tranquila— haré que él me recuerde por lo que soy. No por lo que perdió.

El hombre se levantó y salió. Damián quedó solo, riendo para sí. En la hoja que sostenía, una fotografía de Orfeo y Álex en un mercado del pueblo. Felices. Desprevenidos. Vivos.

El dulce como refugio

Esa tarde, Álex trabajaba en la cocina improvisada de la casa. El aroma del chocolate derretido llenaba el aire. Orfeo entró sin hacer ruido y se detuvo en el umbral, observándolo.

Había en ese gesto algo profundamente tierno: el modo en que Álex movía las manos, cómo probaba el sabor y sonreía apenas. Era la primera vez que Orfeo lo veía así desde hacía meses: liviano, en paz.

—¿Vas a invitarme o solo vas a mirarme cocinar? —preguntó Álex, divertido.
Orfeo se acercó y lo abrazó por detrás.

—Depende… ¿qué estoy probando?

—Un relleno de cacao amargo con notas de café.

—¿Como vos? —murmuró contra su cuello.

Álex sonrió.

—Como nosotros. Amargo y dulce a la vez.

Se giró y lo besó. El chocolate se derramó entre los dedos de ambos, tibio, lento, pegajoso. No importaba. Nada importaba.
Era un instante suspendido donde el mundo, por fin, los dejaba existir. Orfeo deslizó los dedos por su espalda, dejando rastros de cacao sobre la piel. Álex lo miró con los ojos entrecerrados.

—¿Sabés lo que más me gusta de vos? —susurró.

—¿Qué?

—Que no me pidas que te prometa un para siempre.

—Porque no lo necesito —respondió Orfeo— Me basta con el ahora.

El presentimiento

Esa noche, después de hacer el amor, Orfeo se quedó dormido con la cabeza apoyada sobre el pecho de Álex. El silencio era profundo, casi sagrado. Álex acarició su cabello, pensó en lo que tenían, en lo fácil que sería perderlo todo otra vez. Y sin saber por qué, recordó la mirada de Damián la última vez que lo vio. Esa mirada no pertenecía a alguien derrotado, sino a alguien que esperaba su turno.

El miedo regresó, suave pero real. Encendió un cigarro y miró por la ventana. Entre los árboles, las luces de un auto estacionado se reflejaban débilmente sobre el lago. No era un vecino. Allí no había nadie más que ellos. El corazón de Álex se aceleró. Pero no despertó a Orfeo. No todavía. Sabía que el amor también tenía su precio. Y que Damián nunca dejaba las deudas sin cobrar.

A la mañana siguiente, el auto ya no estaba.
Pero sobre el buzón apareció una pequeña caja negra, sin remitente. Dentro, un solo objeto: un reloj de pulsera que alguna vez fue de Orfeo, perdido meses atrás durante una fiesta en la mansión Archer. Y una nota escrita con una caligrafía impecable:




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