El reloj seguía sobre la mesa, mudo, marcando una hora que ya no existía. Álex lo había dejado ahí, frente a la ventana, donde la luz de la mañana lo hacía brillar como un ojo que observaba en silencio. Desde que lo encontró, no había vuelto a hablar del tema. Ni una palabra. Pero Orfeo lo veía cada noche mirarlo, como si aquel objeto contuviera algo más que metal.
—Tarde o temprano, vas a tener que tirarlo —dijo Orfeo, una mañana, sirviendo café.
Álex lo miró sin responder. El vapor del café subía lento, perfumando el aire con ese aroma cálido que solía unirlos. Pero ahora, todo lo que había entre ellos tenía un filo invisible.
—No voy a tirarlo —dijo al fin— Si lo dejo, vuelve.
—¿Y si ya volvió? —preguntó Orfeo.
El silencio que siguió fue una respuesta.
Noticias desde la ciudadUna semana después, el televisor encendido en el fondo del bar transmitía un noticiero local. Orfeo revisaba cuentas y facturas en la barra mientras Álex atendía clientes.
Ambos fingían no escuchar, hasta que una frase los heló:
Tras una evaluación médica favorable, Damián Leclair ha sido liberado bajo supervisión. Se espera su regreso a los negocios familiares…
Álex dejó caer la bandeja. El sonido metálico rebotó en el suelo como un disparo. Orfeo levantó la vista. Sus miradas se cruzaron. No fue sorpresa lo que compartieron, sino certeza. Sabían que ese día llegaría. Solo no esperaban que doliera tanto. Cuando cerraron el bar, la ciudad entera les parecía ajena. Demasiado normal, demasiado viva. Esa normalidad los irritaba, como si el mundo se atreviera a seguir girando mientras ellos sentían que todo se detenía.
Mentiras necesarias—Deberíamos irnos —dijo Orfeo esa noche, sin rodeos.
—No —respondió Álex, firme.
—¿Por qué no?
—Porque huir sería admitir que aún puede controlarme.
—No es orgullo, Álex, es supervivencia.
—No es orgullo —corrigió él— Es miedo de volver a tener miedo.
Orfeo lo miró largo rato. La tensión entre ambos era palpable, un hilo tirante a punto de romperse.
—¿Y qué vas a hacer? —preguntó con voz baja.
—Esperarlo.
Orfeo golpeó la mesa con el puño.
—¡No lo esperes! Ese hombre no quiere hablar, no quiere entender. Quiere verte destruido, y si te quedás quieto se lo estás facilitando.
Álex lo observó sin alterarse.
—Entonces no estaré quieto.
—¿Qué significa eso?
—Significa que no pienso esconderme más. Si Damián quiere arruinarme, tendrá que hacerlo mirándome a los ojos.
Orfeo respiró hondo, conteniéndose. Lo amaba. Lo admiraba. Y también lo odiaba un poco por esa calma suicida que solo aparecía cuando más lo temía perder.
El regreso del loboDos noches después, Álex recibió una invitación anónima en el buzón del bar.
Papel grueso, sello de cera negra. Solo una línea escrita con tinta plateada:
La sociedad nunca olvida a sus hijos predilectos. Ven y compruébalo.
Abajo, una dirección: el Salón Crystal, centro de recepciones de la aristocracia.
Orfeo leyó la nota sobre su hombro.
—Ni se te ocurra ir.
—¿Por qué no?
—Porque es una trampa.
—Lo sé.
—¿Entonces?
—Entonces iré.
—¿Qué esperás lograr? —preguntó, casi con desesperación.
—Verlo en persona. Saber hasta dónde está dispuesto a llegar.
Orfeo lo sujetó del brazo.
—Y si él te toca, si te provoca, si vuelve a destruirte como antes…
—No puede —dijo Álex, apartando su mano— Ya no me queda nada que pueda romper.
El baileEl Salón Crystal resplandecía como un teatro antiguo. Candelabros de cristal, música clásica, copas tintineando. Era el escenario perfecto para las apariencias y los pecados bien vestidos.
Cuando Álex entró, las miradas se giraron hacia él. Algunos lo reconocieron, otros fingieron no hacerlo. Pero todos sabían quién era. El chico sin apellido. El escándalo que manchó a los Leclair y a los Archer por igual.
Damián estaba en el centro del salón, impecable, con un traje gris oscuro y una sonrisa de cortesía. Parecía encantador, casi inofensivo..Pero sus ojos, cuando encontraron a Álex, tenían el mismo brillo que una hoja afilada.
—Qué sorpresa verte aquí —dijo, acercándose con una copa en la mano.
—No tanto como verte fuera de tu jaula —replicó Álex, tranquilo.
—¿Jaula? —Damián rió con suavidad—. Te equivocas, hermano. No me encerraron. Me dieron tiempo.
—¿Tiempo para qué?
—Para aprender a perdonar.
—No te creo.
—Tampoco te lo pido —respondió él, inclinándose apenas hacia su oído— Pero quiero darte algo.
Le deslizó un sobre en el bolsillo del saco.
—Léelo cuando estés solo. Te prometo que te dolerá más que cualquier golpe.
Álex lo miró con una mezcla de odio y repulsión.
—No tenés idea de cuánto te desprecio.
—Claro que sí —susurró Damián— Por eso sigo vivo.
Una grieta en el refugioEsa noche, Álex volvió al bar donde Orfeo lo esperaba. No habló. Dejó el sobre sobre la mesa y se sirvió un trago.
—¿Qué es eso? —preguntó Orfeo.
—El siguiente movimiento de Damián.
Orfeo lo tomó, pero Álex lo detuvo.
—No lo abras.
—¿Por qué?
—Porque no quiero que veas lo que él quiere que veas.
—¿Y vos sí?
—Sí. Porque esto es mío.
Abrió el sobre y leyó. A medida que lo hacía, el rostro se le fue endureciendo. Cuando terminó, lo dejó sobre la mesa, temblando. Orfeo lo tomó, aunque Álex trató de impedirlo. La carta decía:
No sé si Orfeo te ama más de lo que me deseó a mí, pero puedo asegurarte que me recuerda. Te dejo su palabra, en forma de prueba. Escúchala.
Dentro del sobre había una pequeña memoria USB.bOrfeo palideció.
—Esto es mentira.
—No lo sé —susurró Álex— Y eso es lo que él quiere.
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Editado: 28.10.2025