El día se nubló tan pronto como Álex salió de la ciudad. No había tráfico, solo un cielo plomizo y el sonido constante de la lluvia contra el parabrisas. La carta de Damián seguía en su bolsillo, doblada, húmeda por el sudor de sus manos. La había releído cien veces, intentando encontrar el sentido detrás de las palabras envenenadas. Y aunque sabía que era una trampa, no podía ignorar la sospecha de que el hombre planeaba algo más.
El camino lo llevó hasta la autopista vieja, esa que bordeaba la zona de los antiguos viñedos. Allí, la lluvia se volvió más espesa.
Un coche negro apareció detrás, sin luces.
Álex lo notó demasiado tarde. Un golpe seco. El chirrido de los frenos. Y después, oscuridad.
Mientras tanto, en la casa del lago, Orfeo miraba el reloj una y otra vez. Pasaban las horas y Álex no regresaba. Su teléfono estaba apagado, el coche no había sido visto en ninguna carretera.bEl corazón le palpitaba como si presintiera lo que aún no sabía.
Cuando escuchó los golpes en la puerta, corrió con la esperanza de verlo. Pero no era Álex. Era Damián. Llevaba un impermeable oscuro, el cabello perfectamente peinado pese a la lluvia, y una sonrisa cortés que no coincidía con la frialdad de sus ojos.
—Buenas noches, Orfeo —dijo con tono educado—. ¿Puedo pasar?
—No. —La respuesta fue seca, inmediata.
—Solo vengo a hablar.
—No tengo nada que hablar contigo.
Damián suspiró, fingiendo decepción.
—Imaginé que dirías eso. Pero creo que deberías oírme. Se trata de Álex.
Orfeo se tensó.
—¿Qué le hiciste?
—Yo, nada. Él lo hizo todo solo. —Damián entró sin esperar invitación y dejó una carpeta sobre la mesa—. Fue a buscarme. Voluntariamente.
—Mentira.
—¿Ah, sí? —sonrió—. Entonces lee esto.
La carpeta contenía una copia de la carta que Álex había dejado. Damián la había falsificado con precisión quirúrgica. La tinta, el trazo, la firma. Todo idéntico.
Necesito tiempo lejos de todo, incluso de ti.
No me busques. No puedo ser la causa de tu ruina.
Orfeo la leyó sin parpadear. Luego la dejó caer.
—No creo una palabra.
Damián se encogió de hombros.
—Es admirable tu fe. Pero a veces el amor también ciega. Y cuando despiertes, quizás ya sea tarde.
—Sal de mi casa. —Su voz se quebró por la furia contenida.
—Como desees. —Damián se inclinó hacia él, susurrando— Si decides creer, sabrás dónde encontrarlo. Si decides no hacerlo, lo perderás igual.
Y se fue, dejando tras de sí un perfume caro y un silencio insoportable.
El sótanoÁlex despertó con un dolor agudo en la cabeza y el sabor metálico de la sangre en la boca. El aire era denso, húmedo. Le costó abrir los ojos. Todo estaba oscuro, salvo por la débil luz que se filtraba por una pequeña rendija en la pared.
Intentó moverse, pero sus muñecas estaban atadas con una cuerda gruesa. La silla en la que lo habían dejado se tambaleó al menor esfuerzo. El olor a moho y madera podrida lo envolvía todo.bEn una esquina, el agua goteaba lentamente desde el techo, marcando el tiempo con un sonido desesperante.
—¿Hay alguien? —su voz sonó ronca, débil.
Nadie respondió.
El eco de sus propias palabras rebotó en las paredes de piedra. Recordó el golpe, el coche detrás del suyo, las luces apagadas. Y entonces entendió. Damián.
—Hijo de… —murmuró entre dientes.
Se incorporó como pudo, arrastrando la silla hasta quedar frente a la puerta metálica. La madera crujió bajo su peso. Pateó una, dos veces. Nada. El silencio del lugar era insoportable. Solo el sonido de su respiración acelerada y el goteo constante del agua.
—¡Déjenme salir! —gritó.
Su voz resonó, se perdió entre los muros fríos.
La desesperaciónPasaron las horas. El hambre le raspaba el estómago, la garganta seca le ardía. La cuerda se había incrustado en su piel, dejando marcas rojas en las muñecas. A ratos creía escuchar pasos arriba, un leve arrastre, pero cada vez que gritaba, el sonido desaparecía. El miedo empezó a mutar. Primero fue rabia. Después desesperanza. Pensó en Orfeo. En sus manos tibias. En el modo en que su risa llenaba los silencios que él no sabía romper.
—Orfeo… —susurró, cerrando los ojos—. No vengas. No caigas en su trampa…
Pero en el fondo, sabía que Orfeo iría.
Siempre lo hacía. Siempre lo había hecho.
Las lágrimas se mezclaron con el polvo y el sudor.bTemblaba de frío. Se sentía otra vez como el niño que había sido: el que todos usaban y nadie defendía.bSolo que ahora tenía algo que perder. Y esa certeza era peor que cualquier golpe.
El cazadorEsa misma noche, Orfeo recorría la ciudad.
Había llamado a todos, removido contactos, revisado cámaras de seguridad. La última grabación mostraba el coche de Álex desviándose hacia el camino de los viñedos… y luego nada. El inspector que lo ayudaba lo miró con compasión.
—Podría haber caído al lago, o al barranco.
—No —respondió Orfeo, tajante—. Lo tienen.
—¿Quién?
—Su hermano.
El policía suspiró.
—Ese hombre tiene amigos poderosos. No puedo ir sin una orden.
—Entonces iré yo. —Su voz era firme, casi peligrosa.
Sabía que Damián no lo había secuestrado para negociar. Era castigo. Un mensaje. Y no pensaba dejarlo sin respuesta.
La voz en la oscuridadEn el sótano, Álex se obligaba a mantener la mente despierta. Cada sonido, cada movimiento del aire podía significar algo. De pronto, escuchó el chirrido de una bisagra. La puerta se abrió unos centímetros, dejando pasar una figura encapuchada.
—¿Quién sos? —preguntó Álex, la voz apenas un hilo.
La figura se acercó, sin hablar, hasta dejarle una botella de agua en el suelo. Álex intentó alcanzarla, pero no llegaba.
—¡Por favor! —suplicó—. ¡Solo… solo un poco de agua!
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Editado: 28.10.2025