El sótano estaba helado. El sonido de los pasos de Damián descendiendo por la escalera era lo único que quebraba el silencio. Álex, aún atado, alzó la vista cuando la figura de su hermano apareció bajo el débil resplandor de la bombilla amarillenta.
El traje de Damián estaba impecable, como si acabara de salir de una cena elegante.
Ese contraste la elegancia del verdugo frente a la miseria del cautivo lo volvió aún más siniestro. Damián se detuvo a pocos metros, con las manos detrás de la espalda.
—Mírate —dijo con una sonrisa leve— Tan predecible como siempre.
Álex lo fulminó con la mirada.
—¿Qué querés de mí?
—Lo mismo que siempre quise —respondió él, inclinando la cabeza—. Que entiendas tu lugar.
—Mi lugar no está en tus juegos.
—Claro que sí —replicó Damián con suavidad venenosa— Todo lo que eres, todo lo que tienes, incluso lo que amas… existe porque yo lo permití.
Álex apretó los puños.
—Estás enfermo.
—Y vos, enamorado —contestó él— Y eso, hermanito, es peor.
Se acercó despacio, su sombra cubriendo el cuerpo agotado de Álex.
—¿Por qué tanto empeño en protegerlo? ¿Por qué Orfeo? ¿Qué tiene él que yo no?
—No sos capaz de entenderlo —dijo Álex, desafiante.
—Entonces explícamelo —susurró Damián, inclinándose hasta que sus rostros quedaron frente a frente— Explícame cómo alguien como vos, un error de sangre, logró tener lo que yo siempre quise.
—Porque él me ama.
La frase fue un disparo. Damián rió, pero el temblor en su mandíbula lo traicionó.
—Amor. Qué palabra tan frágil. Se quiebra con solo pronunciarla.
Sacó una jeringa del bolsillo interior de su saco. El líquido dentro tenía un leve tono azulado.
—¿Sabés qué es esto? —preguntó, mientras expulsaba una gota para comprobar el flujo.
Álex lo miró, sin responder. El miedo comenzó a helarle la espalda.
—Es silencio líquido —explicó Damián, casi con ternura— No mata. No duele. Solo apaga. Como cuando una habitación queda a oscuras, y te olvidás de cómo era la luz.
—No te atrevas…
—Oh, claro que me atrevo. No puedo permitir que sigas siendo un obstáculo. No puedo permitir que sigas amándolo.
—Orfeo jamás te amará.
—No necesito su amor —replicó, con un brillo casi febril en los ojos—. Solo necesito que deje de amarte a vos.
Damián se inclinó, tomó el brazo de Álex y clavó la aguja sin dudar. El líquido frío entró en la vena, expandiéndose como fuego helado. Álex jadeó, sintiendo cómo el mundo comenzaba a desmoronarse dentro de su mente.
—¿Qué me hiciste? —balbuceó.
—Te regalé paz —susurró Damián, acariciándole el rostro con la suavidad de un amante enfermo— Te vas a olvidar de todo. De mí, de él, de vos. Solo serás un cuerpo vacío. Un lienzo.
Álex trató de resistirse, pero la visión se le nublaba. El aire se volvía pesado, las paredes giraban lentamente. Intentó pronunciar el nombre de Orfeo, pero su lengua ya no respondía. Damián lo sostuvo mientras caía, apoyándolo contra la pared.
—Qué irónico, ¿no? —murmuró—. Te quise destruir por tener lo que yo amaba, pero al final… te voy a liberar de todo. Hasta de vos mismo.
Le soltó las cuerdas. Las muñecas de Álex quedaron libres, pero inútiles. Su cuerpo, inerte. Su mente, disolviéndose en la nada.
Damián se levantó, observándolo con calma.
Luego caminó hasta la puerta. Antes de salir, apagó la luz. Solo dijo una frase:
—Cuando despiertes, no sabrás quién eras. Pero seguirás siendo mío, aunque no lo recuerdes.
Y cerró la puerta.
El despertarNo se sabía cuánto tiempo pasó. Horas, días, una eternidad.
Cuando Álex abrió los ojos, la oscuridad lo cegó por completo. El suelo estaba frío y húmedo bajo su cuerpo. Le dolía la cabeza, la garganta, las manos. No recordaba cómo había llegado allí. No recordaba por qué. Se incorporó tambaleando, sujetándose a la pared. Había una puerta. La empujó, y sorprendentemente, cedió.
Salió a un pasillo largo, cubierto de polvo y telarañas.nLas ventanas, rotas. El viento soplaba desde alguna grieta, trayendo olor a tierra mojada y óxido.
El lugar parecía un castillo viejo, abandonado hacía décadas. Las habitaciones estaban vacías, llenas de muebles cubiertos con sábanas y cuadros caídos. El eco de sus pasos sonaba como si no le perteneciera. Se llevó una mano al pecho, intentando ordenar sus pensamientos. Nada. Solo un nombre. El suyo.
—Álex… —murmuró, probando cómo sonaba
Sí, eso lo sabía. Pero no sabía por qué. Cada intento de recordar le provocaba un dolor punzante en la cabeza. Fragmentos sin sentido: una voz cálida, una carcajada, el olor del chocolate, el tacto de unas manos que lo sostenían. Pero todo se desvanecía antes de poder alcanzarlo. Caminó hacia una ventana rota. Afuera, el bosque parecía infinito. Un lugar olvidado del tiempo.
El miedo empezó a treparle por la piel.
No era miedo al lugar. Era miedo a no saber quién era. Se tocó los brazos, el rostro, el cuello, buscando marcas que le dieran respuestas. Solo encontró las cicatrices recientes en las muñecas, signo de que había estado atado. Pero ¿por quién? ¿por qué?
—¿Hola? —gritó al vacío.
El eco devolvió su voz distorsionada.
Nada más.
En ese mismo momento, Damián caminaba por el vestíbulo de un hotel en la ciudad.
Su sonrisa era discreta, casi amable. Llevaba un traje negro y un aire de triunfo que no necesitaba palabras. Se detuvo frente al bar, donde Orfeo estaba sentado, con una botella a medio vaciar.
—¿Te importa si me siento? —preguntó con tono casual.
Orfeo levantó la vista, los ojos hinchados, la mandíbula tensa.
—Te advertí que si volvías a acercarte a mí…
—Tranquilo —lo interrumpió Damián, alzando una mano— No vine a pelear. Vine a cerrar un ciclo.
—No tengo nada que cerrar contigo.
—¿Ah, no? —sonrió, inclinándose hacia él— Entonces supongo que ya hablaste con Álex.
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Editado: 28.10.2025