El amanecer rompió sobre los árboles con una luz gris, temblorosa. El viento silbaba entre las grietas del castillo Mornay, levantando polvo y recuerdos muertos. En ese silencio, Álex caminaba sin rumbo, con la mirada perdida y los pies descalzos sobre el suelo helado.
No sabía quién era. No sabía cómo había llegado allí. Solo un nombre habitaba su mente como un eco persistente: Orfeo.
A veces lo susurraba al aire, como quien pronuncia una plegaria. Y aunque no recordaba el rostro, ni la historia, ni el motivo….ese nombre le hacía latir el corazón de una forma que lo asustaba.
Sombras en el castilloLlevaba horas explorando pasillos húmedos y habitaciones abandonadas. Todo en aquel lugar olía a polvo y despedidas. Las paredes tenían grietas como si guardaran secretos que nadie debía oír.
Encontró una escalera de piedra que subía hacia un corredor iluminado por una ventana rota. El aire frío lo golpeó, pero siguió avanzando, guiado por una sensación que no comprendía. No sabía hacia dónde iba, pero sentía que debía seguir subiendo.
En el último piso, una puerta entreabierta dejaba pasar una melodía. Era tenue, pero reconocible. Un piano desafinado tocando una secuencia irregular. Su respiración se aceleró. El sonido lo atraía, como si una parte de él supiera que al otro lado había algo ,o alguien, importante.
Empujó la puerta. El salón estaba casi vacío. Solo un viejo piano cubierto de polvo. Se acercó, dudando, y al tocar una tecla, el eco de la nota pareció despertar algo dentro de él.
La música se apoderó de sus dedos sin que lo decidiera. Notas sueltas al principio, torpes, pero pronto formaron una melodía.
Una que su cuerpo recordaba aunque su mente no. Al tocarla, sintió algo cálido, como si una llama le encendiera el pecho. Y junto con la melodía, un nombre volvió a cruzar su mente.
Orfeo.
El que nunca dejó de buscarMuy lejos de allí, Orfeo avanzaba por la carretera vieja bajo una llovizna fina. El parabrisas empañado, el corazón apretado. No tenía dirección exacta, solo el presentimiento. El amor, a veces, era la brújula más certera.
Llevaba horas sin detenerse cuando vio la silueta del castillo entre la niebla. Cubierto de hiedra, silencioso, inmenso. El lugar que nadie habitaba… y que él intuía lleno de fantasmas.
Aparcó el coche frente a la verja oxidada y empujó con fuerza. El chirrido fue un lamento. Cruzó el patio interior y entró al edificio. El olor a humedad y madera vieja lo envolvió.
—¿Álex? —su voz resonó entre los pasillos.
Ninguna respuesta.
Siguió subiendo escaleras, guiado por algo más fuerte que la razón. Y entonces, lo escuchó. El piano. Esa melodía que solo Álex conocía. Su corazón casi se detuvo.
Corrió hacia el sonido.
Álex dejó de tocar apenas oyó los pasos. Giró lentamente. Frente a él, de pie en la puerta, un hombre empapado lo miraba con los ojos llenos de emoción. Orfeo no dijo nada. Solo lo observó, como si necesitara asegurarse de que no era un sueño. Cada respiración dolía. Cada segundo pesaba una eternidad.
—¿Álex? —susurró.
El rubio lo miró, confundido. Su voz le resultaba extrañamente familiar. No supo por qué, pero ese nombre, salido de los labios de aquel desconocido, sonó correcto. Como si así debiera sonar siempre.
—¿Me conocés? —preguntó Álex con cautela.
Orfeo dio un paso hacia él.
—Te busqué por todas partes —dijo con la voz temblorosa—. No sabía si estabas vivo.
Álex retrocedió un paso. Algo dentro de él quería acercarse, pero el miedo era más fuerte.
—No sé quién sos… —murmuró— No recuerdo nada.
Orfeo tragó saliva, intentando contener el llanto.
—Soy Orfeo. —Dio otro paso, lento, como si temiera romper algo sagrado— Soy el hombre que te ama.
Los ojos dorados de Álex se entrecerraron.
Ese nombre… lo conocía. Orfeo. Era la única palabra que sobrevivía dentro de su mente vacía.
—Orfeo… — repitió, con voz baja, casi temblorosa— Ese nombre… lo recuerdo.
Orfeo sonrió entre lágrimas. Se acercó más, hasta quedar frente a él.
—Eso basta. No importa nada más.
Álex lo miró con los ojos húmedos, confundido. Su cuerpo le decía que confiara, su mente gritaba que huyera. Pero cuando Orfeo levantó las manos y las apoyó con cuidado sobre su rostro, algo dentro de él encajó. Un recuerdo fugaz, una sensación de calor, la textura de unas manos que antes habían hecho exactamente ese gesto. Y el miedo se quebró.
Orfeo lo abrazó, sin pedir permiso. Fue un abrazo desesperado, lleno de amor y alivio. Y aunque Álex al principio permaneció rígido, poco a poco se rindió a ese calor. Apoyó la cabeza en su hombro. Cerró los ojos.
Su mente estaba vacía, sí. Pero su alma reconocía ese abrazo. Esa voz. Ese olor a madera, café y refugio. El silencio se llenó de su respiración entrecortada. Orfeo murmuró junto a su oído:
—No importa si no me recordás. Te volveré a enamorar, día por día, palabra por palabra.
Álex asintió débilmente, sin entender por qué las lágrimas le caían solas. Solo sabía que, en ese instante, estaba donde debía estar.
Mientras tanto…A kilómetros de allí, la mansión Leclair estaba en penumbra. Damián se había quitado el saco, los pies descansaban frente a la chimenea encendida. Sostenía una copa de vino en la mano, girándola con elegancia.
—Salud —susurró, contemplando el fuego—
Por la paz de los que olvidan… y el triunfo de los que saben esperar.
El vino era oscuro, casi negro. El reflejo del fuego bailaba sobre el cristal. Damián sonrió con una calma que rozaba la locura. Creía haber ganado. Creía que el pasado se había borrado. Ignoraba que, lejos de allí, el amor que tanto odió acababa de renacer en un abrazo que ni el veneno ni la memoria pudieron destruir.
Esa noche, en la habitación del castillo, Álex dormía con la cabeza sobre el pecho de Orfeo. El hombre lo observaba en silencio, acariciándole el cabello, temeroso de que al amanecer volviera a perderlo. De pronto, Álex se movió y murmuró entre sueños, apenas audible:
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Editado: 28.10.2025