El amanecer se filtraba a través de los ventanales del castillo, tiñendo las sábanas de un dorado tenue. Álex despertó con el sonido del viento colándose entre las cortinas. Por un instante no supo dónde estaba… pero el calor a su lado le recordó que ya no estaba solo.
Orfeo dormía abrazándolo, su respiración pausada y su pecho desnudo contra la espalda de Álex. Aquel contacto le resultaba familiar y extraño al mismo tiempo, como un eco de algo que su cuerpo recordaba pero su mente no. Intentó separarse despacio, temeroso de hacer ruido. Pero el brazo de Orfeo lo sujetó con suavidad, impidiéndole moverse.
—No —susurró la voz somnolienta de Orfeo—
Todavía no.
Álex cerró los ojos. Ese todavía no tenía la dulzura de una súplica y el peso de una promesa. El corazón le latía tan fuerte que pensó que el otro podría oírlo.
Durante los días siguientes, la mansión Archer se transformó en su refugio y su cárcel. Orfeo había dado órdenes claras: nadie entraba sin su permiso, nadie se acercaba a Álex. Ni Lucía, ni Damián. Nadie.
Las llamadas eran interceptadas, las cartas quemadas sin abrir, y el mayordomo repetía una sola frase a todo intento de comunicación externa:
—El señor Archer no recibe mensajes.
Orfeo se había convertido en un guardián silencioso. Pasaba horas junto a Álex, cocinando, conversando, leyendo. A veces, simplemente lo observaba, como si quisiera memorizar cada gesto, cada palabra, cada respiración.
Recuerdos en construcciónEl médico había dicho que la memoria de Álex podía volver gradualmente. Palabras, imágenes, sensaciones que se reconstruían como piezas de un rompecabezas. Pero mientras tanto, Orfeo no se alejaba ni un minuto.
Le hablaba del pasado con calma, seleccionando qué verdades revelar y cuáles guardar por ahora. A veces le mostraba fotos, y Álex las miraba con una mezcla de curiosidad y tristeza..En cada imagen estaba él, sonriendo junto a Orfeo, frente a la chocolatería o en la terraza bajo un cielo estrellado.
—Parece feliz —dijo Álex una vez, sin apartar la mirada de la foto.
—Lo era —respondió Orfeo, mirándolo fijamente— Y lo volverás a ser.
Álex sonrió con timidez, sin saber qué responder. Pero esa noche, cuando Orfeo se acercó para darle las buenas noches,
no apartó la mirada cuando los labios del otro rozaron los suyos. Fue un beso breve, contenido, como una caricia apenas nacida. Pero en ese gesto había más verdad que en cualquier palabra.
La vida dentro de la mansión se volvió un ritual silencioso. El desayuno juntos, los paseos por el jardín, las tardes frente a la chimenea. Álex se sentía en paz, pero a veces una voz interior le susurraba que esa paz tenía un precio.
Orfeo lo observaba todo. Cada mirada, cada palabra, cada intento de recordar. Su amor era devoción y miedo mezclados. Miedo de perderlo otra vez, miedo de que Damián lo encontrara.
Por eso, reforzó la seguridad de la mansión.
Instaló cámaras, duplicó el personal de vigilancia, prohibió cualquier visita sin autorización. Incluso Lucía, que había intentado enviar flores, recibió una fría carta firmada por el propio Orfeo:
Cualquier intento de acercarse a Álex será considerado una agresión. No habrá segundas advertencias.
Cuando el abogado le advirtió que estaba actuando fuera de la ley, Orfeo sonrió sin humor y respondió:
—Por amor he cometido peores delitos.
La dulzura de la costumbreCon el paso de las semanas, el vínculo entre ambos volvió a florecer. Álex se reía más, comía mejor, dormía sin pesadillas. A veces, sin pensarlo, pronunciaba frases o palabras que hacían sonreír a Orfeo. Pequeños fragmentos de la memoria que regresaban sin aviso.
Una tarde, mientras preparaban chocolate caliente en la cocina, Orfeo se manchó la mejilla con cacao y Álex, sin pensar, lo limpió con el pulgar. El contacto fue tan natural, tan íntimo, que ambos se quedaron inmóviles un segundo demasiado largo. Orfeo bajó la mirada hacia sus labios. Y entonces lo besó.
Esta vez no hubo dudas. El beso fue profundo, lento, lleno de todo lo que no habían podido decir. El chocolate derramado sobre la mesa fue testigo silencioso de su reconciliación.
—No sé quién soy —murmuró Álex entre sus brazos, temblando— Pero sé que te amo.
Orfeo lo sostuvo más fuerte, su voz quebrada de emoción.
—No importa el pasado, Álex. Solo importa que estás conmigo.
El enemigo invisiblePero el amor, incluso el más puro, deja grietas. Y por esas grietas se filtra la oscuridad.
Desde su mansión, Damián observaba los movimientos de los Archer a través de sus contactos. Las cartas rechazadas, las llamadas cortadas, la falta de acceso al círculo social de Orfeo. Todo indicaba que su hermano lo había ganado.
Pero él no era un hombre que aceptara la derrota. Entre sus dedos, giraba un encendedor de plata grabado con las iniciales “O.A.” Su sonrisa era fina, cortante.
—¿Creés que podés esconderlo de mí, Orfeo? —susurró, mirando por la ventana—
Nadie escapa de lo que amo. Nadie.
El fuego del encendedor se reflejó en sus ojos azules antes de apagarse. Y en la penumbra, el eco de su risa se mezcló con el crujir del vino derramado sobre el suelo.
Aquella noche, mientras Álex dormía apoyado en el pecho de Orfeo, un ruido seco se oyó desde el exterior. Un crujido, apenas perceptible, como el chasquido de una rama.
Orfeo abrió los ojos de inmediato. La casa estaba en silencio. Demasiado silencio.
Se levantó sin hacer ruido, cubrió a Álex con la manta y caminó hasta la ventana. La luna iluminaba el jardín, inmóvil, hasta que una sombra se movió entre los arbustos. Una sombra alta, elegante, con el brillo de un encendedor encendiéndose una sola vez. El rostro de Orfeo se endureció. No necesitaba verlo para saber quién era.
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Editado: 28.10.2025