El Amargo Secreto

La dulzura del encierro

La lluvia caía con furia sobre los ventanales de la mansión. El sonido de las gotas era un tambor constante que llenaba los pasillos de un frío húmedo. Álex observaba el fuego de la chimenea sin decir palabra, con los ojos fijos en las brasas que se consumían lentamente.

Desde hacía días, algo en su interior había comenzado a despertar. Sombras, rostros, voces. Recuerdos. Lucía con su perfume a rosas marchitas. Damián, con su sonrisa de hielo. Eran fragmentos que lo perseguían incluso en sueños. Y cada vez que abría los ojos, el calor de Orfeo a su lado lo confundía aún más.

—¿Estás bien? —preguntó Orfeo, acercándose con una taza de chocolate caliente.

El aroma dulzón se mezcló con el humo de la leña. Álex no respondió. Sostenía la taza entre las manos, pero no bebía.

—Recordé cosas —dijo al fin, con la voz baja, tensa— Recordé a Damián. Recordé su voz y su odio.

Orfeo se quedó inmóvil. Sabía que ese momento llegaría, pero no tan pronto.

—No tenés que pensar en él —murmuró con suavidad. Estás a salvo aquí.

Álex levantó la vista.

—¿A salvo? —repitió con una sonrisa amarga— No puedo salir sin que alguien me siga. No puedo escribir, ni llamar, ni abrir una ventana sin sentir que me vigilás.

Orfeo frunció el ceño.

—Es por tu bien.

—¿Por mi bien o por el tuyo? —replicó Álex, poniéndose de pie. El tono fue seco, cortante.

Por un instante, el fuego pareció apagarse.
Orfeo lo miró en silencio, conteniendo el impulso de abrazarlo. Sabía que un paso en falso podría romperlo más. La tormenta afuera rugía, como si el cielo imitara su discusión. El viento azotaba los cristales, la lluvia caía sin tregua.

—No soy un prisionero, Orfeo —dijo Álex con voz temblorosa— No podés decidir por mí solo porque decís amarme.

—No lo digo —interrumpió Orfeo con el pecho agitado— Lo demuestro cada día, cada segundo que respiro por vos.

Álex lo miró con los ojos húmedos.

—Pero no puedo respirar yo.

Las palabras lo golpearon como un puñal.
Orfeo apartó la mirada, se pasó una mano por el rostro. Sabía que Álex tenía razón. Su amor lo había convertido en un carcelero sin quererlo. El silencio los envolvió durante varios segundos. Solo el fuego crujía, como si contara los latidos de ambos.

Álex caminó hasta la ventana. El reflejo del cristal le devolvió una imagen que no reconocía del todo: ojos dorados cansados, cabello en desorden, una expresión que mezclaba ternura y furia. Detrás de él, Orfeo lo observaba. Podía ver cómo su amado temblaba entre el deseo de huir y la necesidad de quedarse.

—No me mires así —susurró Álex, sin girarse.

—No puedo evitarlo.

—A veces siento que me amás tanto que me borrás.

Orfeo dio un paso hacia él.

—Y a veces siento que si te dejo ir, el mundo se apaga.

Las lágrimas cayeron en silencio sobre la mano de Álex. No sabía si lloraba por miedo, por amor, o por todo a la vez.

La reconciliación

El primer trueno retumbó sobre la mansión.
Y en ese estallido de cielo, algo dentro de ellos se quebró. Álex giró de repente, con la mirada encendida.bOrfeo estaba a pocos pasos, empapado en luz naranja del fuego. Sus ojos se encontraron. El aire entre ambos era tan denso que bastaba un movimiento para hacerlo estallar.

—Te odio —susurró Álex, con la voz quebrada— Te odio por no dejarme escapar… y porque no puedo dejar de amarte.

Orfeo cruzó el espacio que los separaba y lo abrazó con fuerza. Sus labios se buscaron con desesperación. Fue un beso largo, furioso, mezcla de rabia y ternura. La tormenta afuera se volvió un rugido. El fuego crepitó, y el chocolate en la mesa se enfrió sin que a ninguno le importara.

—No me dejes —murmuró Orfeo, con los ojos cerrados.

—Solo si me prometés que me dejarás vivir —respondió Álex, respirando agitado contra su cuello.

Orfeo lo besó otra vez. Y en ese beso no había culpa ni miedo, solo un amor que quemaba y curaba al mismo tiempo. Se quedaron abrazados frente a la chimenea mientras la lluvia golpeaba los ventanales.
El mundo afuera podía derrumbarse,
pero dentro de esa habitación, solo existían ellos dos.

La tormenta cesó entrada la madrugada. La mansión quedó envuelta en un silencio casi perfecto. Orfeo dormía al fin, exhausto, con Álex entre sus brazos. Pero en el escritorio del estudio, entre papeles y copas vacías, una carta sellada esperaba. El mayordomo no se había atrevido a destruirla. Tenía un remitente: Damián Leclair. Y en el sobre, una frase escrita a mano, con tinta negra:

No importa cuántos muros levantes, Orfeo.
Algunos secretos duermen en la misma cama que el amor.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.