El reloj marcó las once y cincuenta y cinco.
El viento rugía contra las ventanas del automóvil mientras Álex conducía por la carretera vacía, envuelto en una tormenta que parecía conjurada por la propia ira del cielo. La nota seguía en el asiento del copiloto, doblada y empapada por sus propias manos sudorosas.
Mañana, a medianoche. Solo.
Esas palabras lo habían perseguido todo el día.
Sabía que era una trampa. Sabía que Damián nunca lo llamaría para hablar. Y aun así, estaba ahí. Porque si había una mínima posibilidad de salvar a Orfeo, la tomaría.
El castillo abandonado en las afueras de la ciudad se alzaba entre la niebla como un recuerdo podrido. La misma fortaleza donde alguna vez había sido encerrado, donde su mente se rompió, donde el pasado había intentado borrarlo. Ahora, regresaba.
La cita con el enemigoEmpujó las puertas con ambas manos.
El chirrido del metal oxidado resonó en el enorme vestíbulo. Todo estaba igual: el olor a humedad, las cortinas raídas, la chimenea apagada. Solo que esta vez, no era prisionero. Una voz lo recibió desde las sombras.
—Llegaste temprano. Siempre tan puntual, hermanito.
Damián emergió del penumbra con una elegancia enfermiza. Traje oscuro, guantes de cuero, una sonrisa que podía helar la sangre. Álex lo enfrentó con los puños apretados.
—¿Qué hiciste con Orfeo?
Damián sonrió más amplio, disfrutando cada segundo.
—No te preocupes. Todavía respira. Pero… no por mucho tiempo si seguís desafiándome.
—No te tengo miedo.
—No —respondió Damián con calma— Pero sí me odiás. Y eso me encanta.
Se acercó despacio, mirándolo como un científico observa a un experimento.
—Te parecés a mamá cuando te enojás —susurró, rozando su mejilla con el dorso de los dedos.
Álex retrocedió.
—No te atrevas a nombrarla.
—¿Por qué no? Ella fue quien nos hizo enemigos. Te dio su amor a vos… y a mí, su desprecio. —Su voz se volvió áspera— ¿Sabés lo que es crecer sabiendo que tu madre prefiere que estés muerto antes que verte en su mesa?
Álex lo miró con una mezcla de rabia y compasión.
—Lo que ella te hizo no te da derecho a destruir a los demás.
—¡Yo no destruyo! —gritó Damián, golpeando una mesa cercana— Solo tomo lo que me pertenece. Primero mamá, después la aristocracia… y ahora Orfeo.
El juego cruelDamián caminó hasta una vieja silla y dejó caer sobre ella una carpeta de documentos.
—Todo lo que necesitás para salvar a tu amado está acá.
Las pruebas, los informes, los sobornos. Álex la miró, desconfiado.
—¿Y qué querés a cambio?
Damián se inclinó hacia él.
—Tu ausencia.
Álex frunció el ceño.
—¿Qué estás diciendo?
—Quiero que desaparezcas. Que lo dejes. Que te vayas del país y no vuelvas jamás. Si lo hacés, Orfeo saldrá libre. Si no… el próximo informe que publique la prensa tendrá su nombre junto al tuyo, bajo la palabra culpables.
El silencio fue insoportable. Solo el crujir del fuego recién encendido llenaba el aire. Álex lo miró a los ojos.
—Sos más miserable de lo que imaginaba.
Damián se encogió de hombros.
—Llamalo amor, si querés. El mío es el único que él jamás podrá rechazar.
Álex sintió un nudo en el pecho. La idea de separarse de Orfeo lo desgarraba. Pero sabía que Damián no estaba mintiendo. Era capaz de hundirlo, y si debía elegir entre su vida o su libertad… lo haría sin dudar.
La decisiónCon las manos temblando, Álex tomó la carpeta.
—Si lo libero, me voy. Pero quiero pruebas reales de que saldrá sin cargos.
Damián lo observó unos segundos antes de sonreír satisfecho.
—Tenés mi palabra.
Álex rió amargamente.
—Tu palabra vale menos que la mía cuando estaba inconsciente en ese sótano.
Damián se inclinó hacia él y susurró:
—Aun así, siempre cumplí lo que prometí.
Y cuando te dije que te quitaría todo, lo hice.
Álex lo miró, el corazón dividido entre el odio y la lástima.
—Te juro que un día vas a quedarte sin nada que destruir.
—Ese día… —respondió Damián con calma—
Será el día en que me mires con amor.
Álex salió del castillo con la carpeta en la mano. La nieve caía con violencia, cubriendo el camino. No había notado el pequeño punto rojo en el borde del documento: una diminuta cámara, grabando cada palabra. En la oscuridad del castillo, Damián observó la transmisión en su teléfono.
—Perfecto —murmuró— Ahora el mundo creerá que él aceptó un soborno para liberar a su amante.
Su risa se mezcló con el viento, helada y triunfal. A la mañana siguiente, la noticia explotó en todos los medios:
Filtran video donde Álex Leclair negocia la libertad de Orfeo Archer a cambio de sobornos y documentos falsos.
Las imágenes lo mostraban entregando la carpeta y estrechando la mano de Damián.
El ángulo, la edición, todo había sido manipulado. La prensa habló de corrupción, de chantaje, de traición. Orfeo, desde la cárcel, vio el video en la televisión del pabellón. Su rostro palideció. El guardia lo observó con cierta compasión.
—¿Quiere que apague la tele, señor Archer?
Orfeo negó con la cabeza.
—No… —susurró— Quiero verlo todo.
Esa noche, mientras el mundo lo señalaba, Álex se refugiaba en el cuarto vacío de la mansión. El teléfono sonó una vez, vibró y se detuvo. Un mensaje apareció en la pantalla.
Sin remitente.
La libertad de Orfeo está firmada. Cumplí tu parte del trato. Adiós, hermanito.
Álex dejó caer el móvil. El viento soplaba fuerte afuera, como si la ciudad entera lo empujara a desaparecer. Pero en lugar de huir, tomó aire, se secó las lágrimas y murmuró con la voz quebrada:
—No me voy a ir. No hasta destruirte con tu propio veneno.
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Editado: 28.10.2025