El Amargo Secreto

El Rostro del Pecado

El silencio del atardecer envolvía el viejo taller de chocolate. El aire olía a humo, a metal y a culpa. Orfeo yacía en el suelo, con la camisa empapada de sangre y los ojos fijos en la figura que emergía entre las sombras.

Lucía Archer. Su elegancia era una máscara.
Su mirada, un abismo. La pistola en su mano temblaba apenas, como si cada segundo que pasaba sosteniéndola fuera una carga insoportable.

—No te muevas —repitió, la voz seca.

Orfeo respiró con dificultad.

—¿Qué estás haciendo… Lucía?

—Evitando otra tragedia —respondió ella—
Ya destruí una familia. No pienso destruir otra.

El silencio que siguió pesó más que cualquier palabra.

La confesión

Lucía bajó la pistola, pero no del todo. Sus ojos brillaban con algo entre el dolor y la determinación.

—Damián no siempre fue lo que es ahora —susurró— Cuando lo conocí, era un hombre encantador, brillante, seguro. Me hizo creer que podía escapar del mundo cruel de la aristocracia. Pero me mintió, Orfeo. Me usó para entrar en la familia Archer.

Orfeo intentó incorporarse, apoyando una mano contra la pared.

—¿Y qué tiene que ver Álex en todo esto?

Lucía lo miró con un destello de angustia.

—Todo. Álex nació de esa mentira. Y ahora, Damián quiere terminar lo que empezó: quedarse con lo que no le pertenece contigo.

Las palabras se clavaron como puñales. Orfeo apretó los dientes.

—No puede ganar.

—Ya ganó —respondió ella con un hilo de voz—Te hizo dudar de ti mismo, de tu amor, de tu verdad. Y eso, Orfeo es la victoria más cruel.

El eco del pasado

El sonido de un motor se oyó a lo lejos. Lucía dio un paso hacia la ventana.

—Es tarde. Vienen por ti.

—¿Quién? —preguntó él.

Ella lo miró con tristeza.

—Los hombres de Damián. Él sabe que escapaste, y que yo estoy contigo.

Orfeo trató de moverse, pero la herida ardía.
Lucía arrojó la pistola sobre la mesa.

—Toma. Si tienes que elegir entre tu vida y la de Álex, no lo dudes.

—¿Qué estás diciendo?

—Estoy diciendo que hay cosas que ni siquiera el amor puede purificar.

Orfeo frunció el ceño.

—No pienso hacerle daño.

—No hablo de eso. —Lucía lo miró fijamente

— Hablo de ti. De lo que vas a descubrir.

Antes de que pudiera responder, un ruido ensordecedor rompió el silencio: el portón principal explotó hacia adentro. Hombres armados irrumpieron, disparando. Lucía empujó a Orfeo al suelo, protegiéndolo. El estruendo, los gritos y el humo llenaron la habitación.

El rescate

Entre el caos, una voz conocida gritó su nombre.

—¡ORFEO!

Álex. Empapado por la lluvia, con el rostro marcado por la desesperación, irrumpió en el lugar acompañado por Howard y otro hombre armado.bSu mirada se cruzó con la de Orfeo y todo desapareció: el miedo, el ruido, la sangre. Solo existían ellos dos.

—¡ÁLEX, NO! —gritó Lucía, pero era demasiado tarde.

Uno de los hombres de Damián apuntó hacia él. Lucía se interpuso. El disparo resonó, seco y mortal. Lucía cayó al suelo. Su cuerpo tembló apenas antes de quedar inmóvil.

—¡MAMÁ! —gritó Álex, corriendo hacia ella.

Lucía lo miró una última vez. Su voz, apenas un suspiro, alcanzó a salir:

—No… dejes… que… él… gane.

Su mano cayó, inerte.

El escape

Howard disparó hacia los atacantes, obligándolos a retroceder.

—¡Debemos irnos ahora!

Orfeo, herido, se apoyó en Álex. Ambos salieron tambaleándose mientras el taller se incendiaba detrás de ellos. Las llamas consumían los restos de chocolate y madera, llevándose con ellas el último rastro de Lucía Archer. La lluvia no bastaba para apagar el fuego. Solo para mezclar lágrimas con ceniza.

La promesa

Horas más tarde, en un refugio improvisado fuera de la ciudad, Álex curaba las heridas de Orfeo con manos temblorosas. Nadie hablaba. La pérdida, el miedo y la rabia eran una sola cosa. Orfeo lo observó, con la voz apenas audible.

—No fue tu culpa.

—Sí lo fue —respondió Álex, sin levantar la vista— Todo esto empezó por mi sangre.

Orfeo tomó su mano.

—No por tu sangre… sino por su pecado. No te equivoques, Álex. Tú eres mi redención, no mi condena.

Sus palabras lo quebraron. Álex apoyó la frente en su hombro y lloró por primera vez desde que todo comenzó. Pero entre el llanto, entre el amor y la rabia, una determinación ardió en su interior.

—Él me quitó a mi madre, te destruyó a ti, y quiere borrarnos del mundo. No lo permitiré.

Orfeo lo miró con ternura y miedo.

—¿Qué vas a hacer?

Álex alzó la mirada, y en sus ojos dorados brillaba un fuego nuevo.

—Terminar lo que ella empezó. Y hundir a Damián con su propio pecado.

Mientras tanto, en su mansión, Damián sostenía una copa de vino frente al fuego.
Uno de sus hombres entró con un gesto de inquietud.

—Señor… la mujer ha muerto.

Damián sonrió.

—¿Y los amantes?

—Escaparon.

La sonrisa se borró. Dejó la copa sobre la mesa y se levantó lentamente. Su sombra se proyectó sobre la pared como un espectro.

—Entonces, que el juego continúe.

—¿Qué ordena, señor?

Damián tomó una hoja con el sello judicial y escribió algo con tinta roja.

—Inicien la cacería. Quiero a Orfeo Archer vivo y a Álex Leclair, arrodillado ante mí.

La cámara de seguridad del despacho reflejó su rostro. Por un instante, sus ojos parecieron los de un demonio satisfecho.

Fuera, los truenos anunciaban que la tormenta apenas estaba comenzando.
Y el amor que había sobrevivido a todo ahora iba a tener que sobrevivir a la venganza.




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