El Amargo Secreto

Bajo la Lluvia del Destino

El disparo quebró la noche como un rugido del infierno. El vidrio estalló en mil fragmentos, y la lluvia irrumpió en la cabaña como una ráfaga helada. Álex cayó al suelo, cubriéndose la cabeza instintivamente, mientras Orfeo se lanzó hacia él.

—¡Agáchate! —gritó, tirándolo detrás del viejo sofá.

Otro disparo. El sonido del metal al chocar contra la pared. La madera se astilló a centímetros de sus rostros. El corazón de Álex latía tan fuerte que sentía que iba a romperle el pecho. El olor a pólvora llenó el aire, mezclándose con el humo del fuego que aún ardía en la chimenea.

—Nos encontraron… —susurró, temblando.

Orfeo asintió, la mandíbula tensa.

—No voy a dejar que te hagan daño.

Se arrastró hasta la mochila, sacó la pistola que Lucía había dejado antes de morir y la revisó con rapidez. Solo tenía dos balas. Dos.

La cacería

Afuera, las luces de tres autos brillaban entre la lluvia, recortando figuras que se movían como sombras entre los árboles. Eran hombres de Damián. Mercenarios bien pagados. Predadores en busca de su presa. Uno de ellos habló por radio:

—Confirmado. Ambos dentro. No hay salida trasera.

Desde la línea, la voz de Damián sonó fría, carente de emoción:

—No quiero errores. El primero que vea a Álex Leclair… que no apunte a matar. Tráiganlo vivo.

Dentro de la cabaña

Orfeo sujetó a Álex de la mano. Su mirada era intensa, decidida.

—Escúchame, cuando te diga “corre”, vas a salir por la puerta lateral y seguir el camino hacia el arroyo.

—No —susurró Álex, negando con fuerza— No te voy a dejar solo.

—No es una elección. —Orfeo lo miró con el alma en los ojos— Si te quedás, él gana.

—Y si te pierdo, ya no habrá guerra que luchar.

Por un instante, el mundo pareció detenerse.
Sus miradas se unieron, y en ese breve segundo el amor habló sin palabras. Era amor real. Doloroso. Imperfecto y eterno.

—Te amo —murmuró Orfeo.

—Y yo a vos —respondió Álex—. Aunque muera esta noche.

El tercer disparo atravesó la ventana. Orfeo se levantó de golpe y disparó una vez. Un grito ahogado afuera confirmó el impacto.

—¡Ahora, Álex! ¡Corre!

Pero Álex no corrió. Lo tomó del brazo y lo arrastró hacia la puerta lateral.

—Nos vamos juntos. No voy a volver a dejarte atrás.

El aire se llenó de humo y de miedo. La lluvia apagaba las llamas, pero el fuego seguía lamiendo las paredes. Salieron a la oscuridad bajo la tormenta.

La persecución

El barro les dificultaba correr. Los truenos estallaban sobre sus cabezas como si el cielo también estuviera en guerra. Detrás de ellos, las luces de linternas y las voces de los perseguidores.

—¡Ahí están! ¡Por el río!

Orfeo se detuvo, respirando con dificultad.

—Sigue adelante, Álex.

—¡No sin vos!

Entonces el disparo sonó. Un solo sonido, seco y terrible. El cuerpo de Orfeo se tambaleó y cayó de rodillas. Álex lo sostuvo antes de que tocara el suelo.

—¡No, no, no! —gritó, cubriéndolo con el cuerpo mientras la sangre manchaba la tierra.

El caos a su alrededor se desvaneció. Solo existía él, su amado en sus brazos, y la lluvia cayendo sobre ellos como una maldición.

—Tranquilo, no es nada —murmuró Álex, intentando presionar la herida— No te atrevas a cerrar los ojos, ¿me escuchás?

—Álex… —susurró Orfeo, con voz débil—.
Si me pasa algo, prometeme que vas a seguir…

—Cállate. —Las lágrimas se mezclaban con la lluvia — No me digas eso.

Una ráfaga de luz los iluminó. Una linterna. Pasos acercándose. Y la voz que más temía escuchar.

—Qué conmovedor —dijo Damián, saliendo de entre los árboles con un paraguas negro — El amor siempre muere bajo la lluvia.

La confrontación

Álex se levantó de golpe. La mirada que le dirigió a Damián no tenía miedo. Era odio puro. Dolor convertido en fuego.

—Viniste a terminar lo que empezaste —dijo con voz firme.

—No. —Damián sonrió— Vine a darte una opción. Ríndete, Álex. Dame los documentos y la cinta que te robaste del sótano. Y te juro que Orfeo vivirá.

Álex apretó los puños.

—¿Y tengo que creerte?

—No tenés otra elección —respondió él con calma— La bala no tocó el corazón… todavía.

El silencio fue insoportable. La lluvia caía más fuerte. Orfeo jadeaba a sus pies, luchando por mantenerse consciente. Álex lo miró una última vez, su mente ardiendo entre la razón y el amor. Y entonces… sonrió. Una sonrisa pequeña, rota, pero desafiante.

—¿Querés la cinta, Damián? —susurró.

—Sí —respondió él, avanzando.

Álex metió la mano en su chaqueta, sacó la cinta empapada y la sostuvo frente a él.

—Entonces vení a buscarla.

Y antes de que Damián pudiera reaccionar, la arrojó al río embravecido. La corriente la devoró en segundos. El rostro de Damián se desfiguró en una mueca de furia.

—¡Idiota! ¡Esa era tu última carta!

Álex lo miró a los ojos, con lágrimas y fuego al mismo tiempo.

—No, Damián. Mi última carta… soy yo.

Tomó la pistola de Orfeo y la apuntó directamente al pecho de su hermano. Su dedo temblaba, pero su voz no.

—Dejaste de ser mi familia el día que la mataste.

Damián dio un paso atrás, sonriendo de nuevo, casi con ternura.

—Tenés sus ojos. —dijo suavemente— Los mismos que ella tenía antes de traicionarme.

Álex apretó el gatillo. El disparo resonó como un trueno. Damián cayó de espaldas sobre el barro, la lluvia cubriendo su rostro. Por un instante, el tiempo se detuvo.

Álex soltó el arma y cayó de rodillas junto a Orfeo, que aún respiraba con dificultad. Lo abrazó con fuerza, temblando.

—Ya está, amor. Ya está… — susurró entre lágrimas— Todo terminó.

Pero el viento trajo una voz. Suave, fría, imposible.

—No, Álex… —susurró Damián, levantando la cabeza, con una sonrisa ensangrentada—
Aún no.




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