El pitido del detonador retumbaba entre la lluvia, insistente, casi como un corazón a punto de estallar. La luz roja parpadeaba sobre el barro, reflejada en los ojos de Álex, que comprendió en un segundo lo inevitable.
—¡Orfeo, tenemos que irnos! —gritó con desesperación, sujetándolo por debajo de los brazos.
Orfeo, apenas consciente, intentó incorporarse.
—¿Qué… qué está pasando?
—¡Una bomba! ¡Nos va a volar a todos!
El sonido se volvió ensordecedor. La risa moribunda de Damián se mezclaba con el rugido del viento.
—Demasiado tarde, hermanito… —susurró antes de desplomarse de nuevo.
Sin pensarlo más, Álex cargó con Orfeo sobre su hombro. Corrió hacia el bosque, tropezando entre raíces, barro y ramas que lo golpeaban el rostro. El corazón le ardía, los pulmones le dolían, pero el miedo era más fuerte que cualquier herida. El pitido cesó. Y luego, el mundo explotó. Una llamarada atravesó la noche, un rugido que pareció desgarrar la tierra misma. El suelo tembló, el aire se volvió fuego, y la onda expansiva los lanzó hacia el arroyo. El agua los tragó con violencia.
SilencioNo se escuchaba nada. Solo el sonido del agua corriendo y el crujido distante de los árboles cayendo. El bosque entero parecía contener el aliento. Álex emergió del agua jadeando, con la ropa empapada y el cuerpo lleno de heridas. Sus manos temblaban mientras buscaba a Orfeo entre la oscuridad.
—¡Orfeo! ¡Orfeo, por favor!
Sus gritos se perdían entre el humo. El río arrastraba restos, trozos de madera, fuego y barro. Entonces lo vio. A pocos metros, flotando boca arriba, inerte, con la corriente empujándolo suavemente. El corazón de Álex se detuvo. Se lanzó hacia él, lo tomó entre sus brazos y lo arrastró hasta la orilla.
—No, no, no… —susurró, golpeando su pecho con ambas manos— ¡Despertá, por favor! ¡No te atrevas a dejarme!
El cuerpo de Orfeo estaba frío, su piel pálida bajo la lluvia. Álex apoyó su frente contra la suya, llorando con un sonido que no parecía humano. Era la voz del alma quebrándose.
—Te amo, ¿me oís? ¡Te amo! —gritó entre sollozos— ¡No podés morirte!
El eco se perdió entre los árboles. Y entonces, una tos. Suave, débil, apenas audible. Orfeo respiró. Álex lo abrazó tan fuerte que casi lo rompe.
—Gracias… gracias, Dios… —susurró contra su cuello—. No me dejes, por favor, no me dejes.
Orfeo abrió los ojos despacio.
—Estoy… estoy acá —dijo con voz apenas audible—. Siempre voy a estar acá.
El amanecer del dolorHoras después, el fuego se había extinguido.
El amanecer llegó gris y húmedo, con el olor a cenizas impregnando el aire. El lugar donde estaba la cabaña ya no existía. Solo quedaban restos carbonizados y un silencio demasiado grande. Orfeo descansaba bajo un árbol, envuelto en una manta improvisada. Álex observaba el horizonte, inmóvil. El cuerpo de Damián no aparecía entre los escombros.
—¿Y si sigue vivo? —preguntó Orfeo con voz ronca.
Álex no respondió. Solo miraba la columna de humo elevándose hacia el cielo, como si esperara una señal.
—Damián es como el veneno —murmuró finalmente— Podés creer que lo sacaste del cuerpo, pero sigue en la sangre.
Orfeo lo miró, intentando sonreír.
—No puede destruir lo que somos.
Álex giró hacia él, con la mirada empañada por lágrimas y cansancio.
—Ya lo intentó una vez, y casi te pierdo. No pienso darle otra oportunidad.
Orfeo extendió la mano y le acarició el rostro.
—Entonces vivamos. Aunque el mundo se derrumbe, vivamos.
Sus labios se encontraron en un beso lento, tembloroso, cargado de dolor y alivio. Era un beso que sellaba promesas, que unía dos almas marcadas por la tragedia y el fuego.
La sombra entre los árbolesPero no todo había muerto en esa explosión.
Entre las ruinas humeantes, un cuervo negro se posó sobre una piedra. Picoteó algo entre los escombros: un trozo de tela, empapado en sangre y debajo, una mano. Los dedos se movieron. Muy despacio. La piel chamuscada, la mirada perdida. El rostro cubierto de hollín y ceniza, pero con los labios curvados en una sonrisa.
Damián.
Abrió los ojos, y un brillo enloquecido surgió de ellos. No era la mirada de un hombre que había perdido. Era la de alguien que había regresado del infierno con un propósito.
—No se termina así… — susurró, apenas audible— No sin mí.
Su risa se mezcló con el viento, un sonido bajo, quebrado, inhumano. La lluvia comenzó de nuevo, lavando la sangre, pero no la maldad. Esa noche, mientras Álex y Orfeo descansaban al calor de una fogata improvisada, un murmullo los despertó.
Un ruido entre los árboles, lejano, como pasos sobre hojas mojadas. Álex se levantó, con el corazón en la garganta.
—¿Escuchaste eso?
Orfeo asintió. Tomó el arma que aún conservaban. La apuntó hacia la oscuridad. El viento sopló con fuerza. Y entonces, una voz. Suave, familiar, desgarradora.
—¿Ya me olvidaron… tan rápido?
El eco recorrió el bosque, helando la sangre en sus venas. Orfeo tomó la mano de Álex.
Ninguno se movió. En el horizonte, entre los árboles, una figura avanzaba lentamente, cubierta por la sombra y el humo. Era Damián. Vivo. Y más peligroso que nunca.
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Editado: 28.10.2025