El Amargo Secreto

El Corazón del Abismo

El amanecer no traía luz, traía cansancio.
Álex abrió los ojos con la misma sensación de siempre: un peso en el pecho, un vacío en el estómago, una punzada detrás de los párpados por no haber dormido más que minutos sueltos. El departamento olía a lluvia que se colaba por las rendijas, a café recalentado y a la bufanda negra de Orfeo, doblada en el respaldo de la silla como una presencia testaruda.

No había música. No había chocolate. No había nada que no fuera silencio.

—No me importa —dijo en voz baja, a nadie y a todo. A la foto en la repisa, al vidrio empañado, a los retazos de titulares viejos.— No me importa lo que digan. No me importa lo que seas. Te amo, Orfeo. Te amo.

Repitió la frase como un rezo hasta que se volvió respiración. Pero el eco no respondía. La carta de Damián, arrugada, seguía cerrada sobre la mesa. No le debía nada a esa tinta. La había leído una vez, lo suficiente para odiarla; desde entonces, la mantenía ahí como se guarda un animal muerto: para recordar qué veneno no volver a tragar.

Caer

La panadería lo recibió con el calor dulce de la primera hornada. El dueño evitó mirarlo. Era un buen hombre, pero en el barrio todos sabían que Álex era “el de la historia esa”. Lo empleaban por lástima, quizás por cariño, quizá por la insistencia de que “el trabajo te mantiene de pie, pibe”. A las tres horas, los brazos le dolían de amasar; a las cinco, las manos le temblaban; a las siete, tuvo que salir a la vereda a respirar porque el olor a cacao de una nueva medialuna rellena le clavó en el pecho un recuerdo con nombre propio.

—¿Querés agua? —preguntó el dueño sin acercarse.

—Quiero que me lo devuelvan —respondió sin pensar, con una sonrisa que no era sonrisa.

Ese día rompió dos bandejas, quemó una tanda y dejó caer una jarra llena de crema. Nadie le dijo nada. Nadie quería ser culpable del último estallido. A media tarde, pidió irse. Caminó sin rumbo hasta el puerto, se sentó en un banco húmedo y lloró sin sonido, con esa vergüenza adulta que intenta contener la cara mientras se cae.

A la noche, bebió. No mucho: lo suficiente para sentir el calor falso del alcohol y la valentía de marcar un número que no existía. Escribió mensajes que borró, habló con el contestador de Orfeo como si del otro lado respirara. Se prometió no hacerlo más. Lo hizo igual al día siguiente.

Dos semanas así. Dos semanas cayendo en piloto automático: pan de madrugada, puerto al mediodía, desvelo a la noche. Dos semanas de sueños con Orfeo tocándole la frente, diciéndole que el amor no siempre salva, y él contestando que a él no le importaba ser salvado; que lo único importante era amar hasta el final de los tiempos, aunque el final viniera pronto.

Los vecinos le dejaban comida en la puerta. Howard llamaba y Álex no atendía. Lara escribió un correo largo, delicado; él lo cerró a la tercera línea. No quiero piedad, murmuró, y siguió respirando porque a veces respirar ya era sobrevivir.

Romper

El quiebre llegó un martes con pinta de domingo. Llovía como si el cielo quisiera limpiar la ciudad. Álex se empapó para no sentir que lloraba. Bajó al buzón sin ilusión y encontró un sobre mínimo, gris, con su nombre escrito en tinta fina. La caligrafía no era la de Orfeo; ya lo sabía de mirarla a kilómetros. Aun así, le temblaron las manos.

Adentro había un ticket arrugado de un puerto fluvial en las afueras, un número de locker escrito a lápiz y una fecha: la de esa misma tarde.

—Una trampa —dijo en voz alta, y sonrió por primera vez en días.— Perfecto.

No le debía nada al miedo. Le debía todo al amor.

Volvió al departamento, guardó la bufanda de Orfeo en la mochila, metió también la caja con el corazón de chocolate (ya blanqueado por el frío, pero intacto) y la carta de Damián. No para creerle, sino para romperla frente a quien hubiera armado ese juego. Al salir, dejó la puerta entornada. Que entrara el viento, la lluvia o el ladrón; ese lugar ya no era hogar.

La pista del río

El depósito del puerto era un galpón largo, de chapas vencidas y luces fluorescentes que parpadeaban con mala intención. Los lockers, alineados como tumbas. Marcó el número con el dedo, sintiendo un eco absurdo de destino, y la llave ligada al ticket con un hilo de pescar giró suave. Dentro había un frasco de vidrio pequeño con sal gruesa oscura, una etiqueta manuscrita:

Mar de invierno. Y un papel con dos palabras: Lote A-12.

La mente de Álex no necesitó más. Ese era el nombre que Orfeo le había dado a la mezcla nueva, la que apenas habían probado una noche de calma: chocolate amargo con sal marina y un toque de naranja seca. Muerde y acaricia, había dicho Orfeo, riéndose, antes de besarlo. No estaba siguiendo a un fantasma. Estaba siguiendo un sabor.

En la oficina del puerto nadie quiso hablar. En el tercer intento, un estibador viejo con manos como cuerdas lo miró con una pena seca y le dijo:

—Vino un hombre con la cara marcada. Traía cajas chicas. Pagó en efectivo. Ojos lindos, pero tristes. Le pregunté si necesitaba ayuda, dijo que no. Que el lote era delicado. Como él.

—¿A dónde fueron las cajas?

El hombre dudó. Miró a los costados y escribió en un cartoncito:

Estación de tren, última salida. Depósito de equipajes. Código 331.

Luego se alejó sin cobrar propina, como si temiera cobrar por compasión. A la salida, el celular vibró. Número desconocido.

—No vuelvas sobre mis pasos —la voz era de Orfeo, baja, cansada, viva.— Te amo. Por eso me voy.

—Orfeo, escuchame. No me importa lo que seas, ni lo que digan, ni lo que me digas. Te amo y—

—Álex… —un segundo de silencio, de respiración contenida.— Si me encontrás, te voy a lastimar.

—Podrías lastimarme mil veces y seguiría eligiéndote —suspiró, cerrando los ojos.— ¿No entendés que el dolor sin vos es peor?

Cortó. El tono quedó como una línea plana, un electrocardiograma que anunciaba que la llamada había muerto pero el corazón seguía golpeando.

Hundirse para salir




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