La puerta metálica se cerró detrás de ellos con un golpe sordo que sonó como una sentencia. Dentro, la cueva olía a sal, metal y cacao viejo; olía a todo lo que había sido la gloria y la locura de Lucía Archer. Las pantallas parpadeaban con vida propia. Cables enmarañados serpenteaban por el suelo. Sobre una mesa, ordenados como reliquias, yacían frascos, recipientes con etiquetas que, al acercarse, mostraban fórmulas, fechas y nombres cortos:
Protocolo A, Lote A-12, Ensayo 7b.
Orfeo cerró los ojos contra la luz; su pecho subía y bajaba con la rapidez de quien recién logra controlar el pánico. Álex, con la carta de Damián aún en el bolsillo, sostenía la lámpara con mano temblorosa. La anciana archivista los miró con una calma que ya no parecía humana.
—Aquí es donde empezó todo —dijo ella— Y donde debía terminar.
Orfeo dio el primer paso hacia el terminal principal. En la pantalla principal, una carpeta nombrada con la caligrafía de Lucía centelleó: CONFESIONES_A.RCH. Álex sintió que la garganta le dolía; su nombre y el de Orfeo, en la misma línea de archivo, le parecieron una blasfemia y una promesa.
—No la reproduzcas si no podés escucharlas con la verdad en la mano —advirtió la anciana— Ella dejó algo para quien viniera después de la culpa.
Orfeo apoyó la yema del dedo sobre el pad. La pantalla abrió y una imagen estática se deslizó hacia la vida: Lucía, más joven que el recuerdo que Álex tenía, mas con la misma nariz perfecta, la sonrisa rota. Detrás de ella, tubos y frascos. Sus ojos, al principio, se posaron en la cámara con la brutalidad de quien ya no tiene nada que perder. La voz vino sin anuncio, grave, sin teatralidad:
—Si estás viendo esto, es porque el fuego no te dejó elegir. —Lucía respiró, y por un instante Álex creyó que la veía viva, sentada frente a ellos. —Me equivoqué. Me equivoqué por todas las cosas que hice pensando que la ciencia podía arreglar la soledad de los ricos.
En el video, la mujer contó su impulso con lenguaje de científica y de madre que se equivocó: cómo la presión de la aristocracia, la humillación que sintió, la ambición de crear algo perfecto una humanidad con menos miedo al poder, más dócil, más aptamente noble.según su racionalización la llevaron a experimentar. Habló de ensayos, de embriones manipulados, de pruebas con voluntarios y con víctimas que no supieron lo que les inyectaban. Habló de Damián: de aquel joven que fue herido por el desprecio, que ella trató de reconstruir y que, en su orgullo, terminó más perdido.
—Yo quería curarles algo que no era sólo físico —dijo Lucía en la cinta— Quería un hombre que no me traicionara, que no abandonara el apellido por un capricho. Fue estúpido. Fue cruel. Me enamoré de lo que creé y después lo odié cuando no respondía a mis órdenes.
La pantalla cambió de toma sin aviso. Apareció la cámara fija de un pasillo: era la filmación de una seguidilla de noches. Se vio a Lucía entrando en el laboratorio, un sobre en la mano; se vio a alguien más salir y encender un cigarrillo. Luego la cámara que apuntaba al despacho mayor: Lucía sentada, pálida, escribiendo y hablando consigo misma como quien se despide.
La última imagen era de Damián, en una toma distinta, con la cara cubierta por la sombra y la mano alzada. Un sonido corto: una discusión, claras palabras de Lucía que decían te estoy salvando y la respuesta de Damián baja, feroz: te estás convirtiendo en monstruo.
La reproducción se cortó y la pantalla volvió a Lucía, que ahora miraba directo a quienes verla sería su absolución o condena.
—Damián me confrontó. No lo mató por accidente. Me mató porque, cuando le dije que iba a hablar, que ya no ocultaría lo que hice, me atacó. Lo vi venir después; pensé que sería capaz de dejar todo. No lo dejó. Le arrebaté su posibilidad de redención diciéndole verdades que le partieron el alma. Me arrepentí. Lo vi enterrar la culpa con violencia y después huir a fingir una muerte que él mismo programó a medio fuego. —Lucía tragó saliva— Fue él quien… lo siento —la voz se quebró— Fue él quien cerró el ciclo con su propia forma de limpieza: hacerme desaparecer. Él prendió la chispa final, pero antes, me golpeó. Murieron cosas más grandes que mi cuerpo aquella noche.
Álex no pudo moverse; las palabras eran una mezcla de carne y veneno. Hasta ahora, en su mente, Lucía había sido la sombra: la abandonadora, la distante. En esa cinta se veía otra versión: una mujer saturada de remordimiento, dispuesta a todo para reparar su monstruo.
Y la prueba más cruel: la filmación que siguió, con visión nocturna, capturó la escena final. En ella, a Damián se le veía doblegado, con manos temblorosas; se acercó a Lucía con algo en la mano.
Ella cerró los ojos; él se agachó y la escena quedó fuera de foco. La cámara volvió a mostrar el rostro de Lucía; había una marca nueva en su mejilla, un hematoma. Damián no había huido por accidente: había escogido la mentira, el simulacro y luego el arrebato.
—Lo dije en un principio —murmuró la anciana—. Si buscaban la verdad, la tenían. Pero la verdad no limpia. Arde.
Orfeo dejó que la grabación siguiera. En otra carpeta, nominada DECLARACIONES_D, apareció una pieza que nadie esperaba: un archivo de audio en la voz de Damián, hecho mucho antes de su regreso público. En él, el tono era menos loco que planeado, casi triste:
Si el mundo me niega, lo devolveré su miedo. Si Lucía se niega a callar, la haré callar.
Era una confesión sin testigos que ahora realzaba todo lo que ella decía.
—Quiso proteger su legado a su forma —dijo Orfeo con la voz hueca— No dejó espacio para otra vida que no fuera la suya.
Álex apretó los dedos con fuerza hasta que le dolieron. Era una tormenta en la que todas las piezas encajaban con violencia: Lucía había creado, Damián había sido herido por eso, Lucía quiso parar y dio su última pelea por la verdad, Damián la mató. No habían mitos redentores; había actos humanos, frágiles y brutales.
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Editado: 28.10.2025