Esteban Márquez observaba la pantalla con una expresión imperturbable. En ella, la última transmisión de un dron mostraba un callejón vacío, la puerta abierta del lugar donde se suponía que Álex estaba oculto. Sin cuerpo, sin rastro, sin vida. Solo un mensaje pintado con tiza sobre el suelo, sencillo, cruel, casi poético:
No se puede cazar lo que ya está muerto.
Esteban cerró la pantalla. Su mandíbula se tensó.
—Bravo, señor Leclair —murmuró con un dejo de burla— Pero no hay cadáver que no deje sombra.
El rescateDos noches antes, en un edificio del gobierno abandonado, Orfeo permanecía encerrado en una celda improvisada. Las paredes eran frías, la luz parpadeaba y el olor a desinfectante le recordaba demasiado a los laboratorios de Lucía. El eco de los pasos ajenos era lo único que le hacía saber que no estaba completamente solo. De pronto, el zumbido eléctrico del candado cesó. Un sonido metálico, una chispa. La puerta se abrió.
—¿Quién está ahí? —susurró, alzando la voz.
Una sombra se recortó en el umbral.
—No hay tiempo — dijo Álex, empapado, ojeroso, con la respiración cortada — Tenemos que irnos ya.
Orfeo parpadeó, incrédulo.
—¿Cómo… cómo me encontraste?
—No importa. —Álex lo tomó de la mano con fuerza— Estás vivo. Eso basta.
Lo guió por un pasillo oscuro, iluminado solo por una linterna diminuta. En cada esquina, el peligro latía. Pero Álex se movía con la precisión de quien había perdido el miedo.
Subieron escaleras, esquivaron cámaras, hasta llegar a un techo cubierto de antenas.
Un helicóptero negro esperaba. No era de Esteban, sino de alguien más.
—¿Quién te ayuda? —preguntó Orfeo.
Álex sonrió sin responder. El ruido de las hélices ahogó cualquier palabra.
Volaron durante horas, cruzando los límites del mapa urbano, hacia la costa. El amanecer los alcanzó sobre un mar inmóvil, un espejo de acero. Álex no hablaba. Solo lo miraba de reojo, como si intentara grabarse cada gesto. Cuando el helicóptero aterrizó en una pista abandonada, Álex se quitó la chaqueta y la colocó sobre Orfeo.
—De aquí en adelante, no me sigas —dijo, sin temblar.
Orfeo lo tomó del brazo, alarmado.
—¿Qué estás diciendo?
—Este hombre, Esteban, no es como Damián. No actúa por locura. Actúa por control. Nos tiene estudiados. Conoce cada paso, cada palabra, cada punto débil. —Lo miró con una calma helada— Si seguimos juntos, te destruirá a través de mí.
—No podés pedirme que te deje —murmuró Orfeo.
—No te lo pido. Te lo ordeno.
Sus ojos se encontraron un instante, un silencio de fuego. Luego Álex lo besó, un beso desesperado, sin promesas, solo con la furia de quien ama al borde del fin.
—No quiero que sufras otra vez por mi culpa. —Le rozó la mejilla— A veces amar también es desaparecer.
Y antes de que Orfeo pudiera responder, Álex se alejó hacia la neblina.
El borradoEn los días siguientes, Esteban Márquez vio cómo todo rastro digital de Álex Leclair desaparecía: su nombre en las bases de datos, sus registros médicos, su número de identificación, incluso sus huellas en archivos oficiales. Era como si nunca hubiera existido. Los bancos reportaron inactividad permanente.
Los medios recibieron correos de retiro voluntario de autoría firmados con la clave digital del propio Álex. La editorial recibió un sobre físico con una sola línea escrita a mano:
No hay historia si no hay narrador.
El gesto, que parecía una rendición, era en realidad su victoria silenciosa. Esteban lo entendió demasiado tarde: Álex no había huido, se había borrado. Ya no podía rastrearlo porque el sistema en el que Esteban reinaba dependía de datos, de nombres, de presencia pública. Y Álex, al eliminarse, había convertido su ausencia en su escudo. Esteban estrelló una copa contra la pared.
—No puede ser tan fácil —rugió.
Su asistente lo miró temeroso.
—Señor, los medios empiezan a dudar. Si no hay pruebas de su existencia, los rumores dirán que todo fue inventado.
Esteban respiró hondo, sonriendo con un brillo enfermizo.
—Entonces cambiaremos el relato. Si el mundo lo cree muerto, haré de él un mártir… o un monstruo.
La desesperación de OrfeoMientras tanto, Orfeo vagaba por las costas, buscando señales, fragmentos, rastros.
Dormía en hoteles baratos bajo nombres falsos. Veía su propio reflejo en los vidrios rotos de los bares, preguntándose en qué momento lo había perdido todo otra vez.
Cada noche revisaba el celular, esperando un mensaje, un simple estoy bien. Pero el silencio era absoluto. Solo una vez, semanas después, una notificación anónima apareció en su pantalla:
Archivo adjunto: “Receta del silencio”
Al abrirlo, encontró una sola frase:
Si el amor nos borró del mundo, que sea para sobrevivir a él.
El mensaje no tenía remitente. Pero el tipo de puntuación, la elección de palabras era Álex. Orfeo cerró los ojos y dejó que una lágrima se mezclara con la sal del mar.
La rabia de un dios modernoEsteban no dormía. Había perdido el control, y eso lo enfurecía más que cualquier derrota.
El hombre que podía comprar gobiernos no podía encontrar a un solo escritor desaparecido. Esa humillación lo desvelaba.
—Encuéntrenlo —ordenó a sus hombres— No importa el precio. No me importa el método. Quiero que lo traigan vivo.
—¿Y si realmente está muerto? —preguntó uno.
Esteban se acercó, los ojos fríos como bisturíes.
—Entonces tráiganme a quien lo ayudó a morir.
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Editado: 28.10.2025