El Amargo Secreto

El Precio del Silencio

La costa de Lisboa amanecía envuelta en neblina. El mar rugía contra los acantilados, y el viento arrastraba fragmentos de espuma hasta los muros del viejo monasterio donde Orfeo había decidido ocultarse. Aquel lugar, abandonado hacía décadas, era su santuario y su prisión.

Había aprendido a sobrevivir en el silencio. No hablaba con nadie, no confiaba en nadie. Cada día era igual al anterior: observar, esperar, planear. Pero esa mañana, algo cambió.

La carta sin firma

Encontró un sobre bajo la puerta. No tenía remitente, pero el papel era de lujo, con el sello de cera de un león alado: el emblema de la familia Márquez. Su respiración se detuvo por un instante. Dentro solo había una hoja, escrita con tinta azul:

No se puede esconder de quien sabe dónde duermen sus pecados. Vuelva antes de que los encuentre yo.

No había firma, pero no la necesitaba. Esteban había descubierto su escondite. Orfeo apretó el papel con tanta fuerza que se le clavó en la palma. Su corazón latía como un tambor de guerra. Había esperado este momento, lo había temido y deseado al mismo tiempo. Sabía que no podría huir eternamente.

El cazador y el fantasma

Durante los días siguientes, los rumores comenzaron a multiplicarse. Gente que juraba haberlo visto, un periodista desaparecido, un correo filtrado. Todo apuntaba a que Esteban Márquez estaba muy cerca.

Orfeo no podía permitir que lo atrapara. No mientras aún respirara. Por eso, cada noche revisaba el perímetro, cambiaba de habitación, borraba huellas. El mar era su único testigo. Pero Esteban era paciente. Y cruel. Una madrugada, mientras el viento rugía afuera, el teléfono sonó. Era una voz desconocida, áspera, de acento británico.

—El señor Márquez tiene algo que pertenece a usted. Si quiere recuperarlo, preséntese mañana a medianoche en la estación de Santa Apolónia. Solo.

La llamada se cortó. Orfeo permaneció inmóvil, mirando el aparato, hasta que el reloj marcó las tres de la madrugada. Sabía que era una trampa. Pero también sabía que no podía ignorarla.

La estación vacía

La lluvia caía en finos hilos cuando llegó a la estación. Los trenes dormían como bestias metálicas entre la bruma. Caminó entre los rieles, con la respiración contenida, los pasos resonando sobre el empedrado mojado.

—Sabía que vendrías —dijo una voz.

De las sombras emergió Esteban Márquez, impecable, envuelto en un abrigo oscuro. Su sonrisa era la de un depredador que olfatea la sangre.

—Tienes una habilidad extraordinaria para resucitar, Orfeo —dijo con una suavidad venenosa— No todos los hombres sobreviven a su propio entierro.

Orfeo se mantuvo firme, pero su pulso temblaba.

—¿Qué es lo que quieres esta vez?

Esteban se acercó despacio, cada paso resonando como un golpe seco.

—Lo que siempre quise: que me mires como lo mirabas a él.

El silencio que siguió fue insoportable. Orfeo retrocedió un paso, con el rostro endurecido.

—Nunca lo haré.

Esteban sonrió, y su mirada se volvió fría.

—Entonces lo harás por miedo.

Sacó un sobre del bolsillo y se lo lanzó a los pies. Dentro había fotografías: Orfeo, su empresa destruida, su fortuna evaporada, su reputación hundida. Y un contrato falsificado con su firma: una confesión de fraude.

—Todo esto irá a los tribunales mañana. A menos que vuelvas conmigo.

Orfeo lo miró en silencio, el pecho ardiendo, las manos temblorosas. Por primera vez en mucho tiempo, comprendió que su enemigo no quería dinero ni poder. Solo destrucción. Personal. Íntima.

La trampa

—Sabes que no me vencerás —dijo Orfeo con voz tensa— Ya no tengo nada que perder.

—Ah, pero sí lo tienes —replicó Esteban, acercándose— Tienes tu libertad, y el recuerdo de lo que alguna vez amaste.

Orfeo sintió cómo la rabia se mezclaba con el miedo. Había jurado no mencionar su nombre, pero ahora comprendía que incluso el silencio podía ser un arma. Esteban lo estudió con atención, esperando una reacción.

—No dices nada. ¿Acaso el amor te volvió cobarde?

Orfeo se acercó un paso más. Su voz salió baja, casi un susurro.

—No. Me hizo invencible.

Y en ese instante, Esteban comprendió que había perdido algo más que poder: el control. Orfeo lo empujó con fuerza contra una columna y lo miró a los ojos.

—Ya no podrás destruirme. No podrás tocar lo que ya arde en mi alma.

Esteban sonrió, incluso herido.

—Te subestimas, Orfeo. Todavía no sabes lo que soy capaz de hacer.

El incendio

A la mañana siguiente, la noticia recorrió toda la ciudad: El imperio Márquez ardía en llamas. Una explosión en sus oficinas principales había reducido a cenizas la evidencia que lo sostenía.

Nadie supo cómo ocurrió, pero las autoridades hallaron una única huella digital en los restos carbonizados: la de Esteban. Durante horas, los medios especularon si había muerto o huido. Orfeo no dijo una palabra. Miró las noticias en silencio, con la mirada fija en el fuego de la chimenea. Sabía que aquello no era el final.

Porque en la pantalla, entre las imágenes del desastre, una sombra se movió brevemente:
un hombre caminando entre el humo, con la misma postura, el mismo andar. Esteban Márquez estaba vivo.

El mensaje final

Esa noche, Orfeo regresó al monasterio. Sobre la mesa, donde antes había dejado la carta del león alado, encontró una nueva nota, quemada en los bordes. La misma tinta azul.

Los muertos no desaparecen, Orfeo. Solo aprenden a esperar.

Orfeo dejó caer el papel, sintiendo cómo el aire se espesaba. Cerró los ojos, y por primera vez en meses, sintió un miedo real.

Porque si Esteban estaba vivo, nada ni nadie estaría a salvo. Ni siquiera su propio corazón. Y entonces, a lo lejos, en medio del rugido del mar, un trueno retumbó como una risa.




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