El Amargo Secreto

El Hombre que Nunca Muere

La ciudad seguía dormida cuando Orfeo regresó a su refugio. Caminó bajo una llovizna constante, con las manos hundidas en los bolsillos y la mente en una espiral de pensamientos sin salida. El eco de la voz de Esteban aún resonaba dentro de él, tan real que parecía seguirlo entre las sombras.

Encendió la chimenea y se sentó frente al fuego. El calor le rozó el rostro, pero no logró atravesar la frialdad que llevaba por dentro.
Sabía que Esteban seguía vivo. Lo había visto en los reflejos del fuego, en los ojos de los desconocidos que cruzaban su camino, en cada susurro que el viento traía. Había algo perverso en esa supervivencia: como si el destino se negase a enterrar al demonio que lo perseguía desde hacía años.

Los ecos del miedo

Los periódicos lo confirmaron días después.

Esteban Márquez, víctima o superviviente: la verdad tras el incendio.

El artículo era una obra de manipulación: lo mostraba como una víctima heroica, un mártir que había perdido todo a causa de una conspiración encabezada irónicamentepor Orfeo Valmont.

Orfeo leyó la nota una y otra vez. El nombre que juró enterrar volvía a reinar en los titulares. Y con él, el mismo infierno que había consumido sus días.

Pero lo que más lo inquietó no fue el regreso mediático de Esteban, sino el tono del artículo. Había frases escritas con una familiaridad extraña, como si el autor conociera demasiado bien a ambos.
Demasiado.

—Está usando periodistas para hablar por él —murmuró Orfeo—. Para provocar…

Apretó los dientes. El viejo Márquez había vuelto, y no solo vivo: más poderoso que antes.

El regreso de un fantasma

Esa noche, un auto negro se estacionó frente al monasterio. Orfeo observó desde la ventana mientras un hombre descendía. No podía ver su rostro bajo el paraguas, pero la postura, el paso, el aire de suficiencia todo le resultaba dolorosamente familiar. El visitante no tocó la puerta. En su lugar, deslizó un sobre bajo la reja del jardín y se marchó. Orfeo bajó con cautela. Dentro del sobre había una carta escrita en tipografía mecánica, impersonal, pero su contenido le heló la sangre:

No tengo intención de esconderme. Estoy en Lisboa. Y no descansaré hasta que nos enfrentemos cara a cara. Si el silencio fue tu refugio, prepárate para verlo arder.

No había firma, pero una gota de perfume impregnaba el papel. El mismo que Esteban usaba. Orfeo sintió un vértigo físico. Era como si todos los hilos invisibles que había intentado cortar se tensaran de golpe, recordándole que su enemigo no solo había sobrevivido… sino que lo estaba desafiando a salir de la sombra.

El cazador se convierte en presa

Pasaron tres días. Orfeo no comió, apenas durmió. Vivía pendiente de los sonidos del exterior, convencido de que Esteban lo observaba desde algún rincón. Las noches eran las peores: escuchaba pasos en el techo, susurros entre las paredes, la puerta entreabierta al amanecer.

Sabía que el miedo lo estaba consumiendo, pero no podía detenerlo. Cada ruido, cada sombra, se convertía en un recordatorio del poder invisible que Esteban tenía sobre su mente. Una madrugada, el teléfono sonó. El número era desconocido.

—¿Quién eres? —preguntó, con la voz ronca.
Silencio.

Luego, una respiración. Lenta. Controlada. Y una voz que le heló la sangre:

—¿Extrañabas mi voz, Orfeo?

El silencio se volvió insoportable.
Orfeo apretó el teléfono con fuerza, sintiendo que el aire se le escapaba.

—Estás muerto.

—Te enseñé algo importante: los muertos no siempre se quedan quietos.

Y la llamada se cortó.

La trampa del espejo

Durante los días siguientes, Orfeo empezó a notar pequeños cambios dentro del monasterio. Objetos movidos. Ventanas abiertas. Una tarde, al entrar en su habitación, encontró sobre la cama un espejo antiguo que no había estado allí antes. En el borde, grabadas, las iniciales E.M.

El reflejo devolvió su rostro pálido y demacrado, pero por un instante creyó ver otra figura detrás de él: un hombre de traje oscuro, sonriendo. Golpeó el espejo hasta romperlo. Los fragmentos cayeron al suelo, y uno de ellos le cortó la palma. La sangre se deslizó sobre el vidrio, formando la letra M.

—Basta… —susurró, cubriéndose el rostro con las manos— No volverás a dominarme.

Pero el eco de la voz de Esteban, tan vívida como un pensamiento propio, susurró dentro de su cabeza:

¿Seguro? Porque aún te escucho respirar.

El enemigo invisible

Orfeo decidió actuar. Si Esteban estaba realmente en Lisboa, lo encontraría antes de que el monstruo volviera a devorarlo todo.

Salió esa misma noche, recorriendo calles húmedas y silenciosas. Preguntó en hoteles, cafés, estaciones. Mostraba fotografías antiguas, buscaba una pista, un nombre.
Nada. Era como perseguir un fantasma.

Hasta que en una taberna del puerto, un marinero borracho mencionó haber visto a un hombre con una cicatriz en el cuello y mirada de hielo, que pagaba en efectivo y nunca dormía dos noches en el mismo sitio.

—Dicen que alquila barcos pequeños —balbuceó el hombre— Que cada amanecer se va mar adentro y vuelve al anochecer… como si hablara con el mar.

Orfeo sintió un escalofrío. Esa descripción era exacta. Y sin pensarlo, partió hacia el puerto.

El encuentro

La niebla se espesaba cuando lo vio.
Un barco solitario se balanceaba cerca del muelle. Una figura, de pie sobre la cubierta, observaba la ciudad con las manos cruzadas a la espalda. Orfeo dio un paso. El hombre giró lentamente. Sus ojos, azules, fríos, inhumanos, lo atravesaron. Era Esteban.

—Sabía que vendrías —dijo con calma— Siempre fuiste predecible cuando amabas algo.

Orfeo no respondió. Solo lo observó. Y en ese instante, entendió que su enemigo había cambiado. Ya no era el aristócrata arrogante que manipulaba desde un despacho: ahora era un animal suelto, un depredador que se alimentaba del miedo.




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