La voz seguía viva. El demonio seguía vivo. Y él estaba perdiendo la cordura.
La mente quebradaDurante los días siguientes, Orfeo se convirtió en un espectro. Dejó de comer, de hablar, de dormir. El espejo le devolvía el reflejo de un hombre irreconocible: ojeras profundas, mirada febril, piel pálida.
Los periódicos hablaban de Esteban. Decían que había sobrevivido una segunda vez, que sus abogados lo presentaban como víctima de una conspiración internacional. Que un grupo de hackers anónimos, invisibles habían manipulado toda la evidencia en su contra. Era mentira. Orfeo lo sabía. Esteban seguía moviendo los hilos desde algún rincón oscuro, alimentando su propio mito. Una noche, Orfeo se encerró en su despacho y encendió una vela. Sobre la mesa colocó el encendedor que había tomado del barco.
Aún tenía la inscripción:
Los demonios también saben amar.
—¿Y los hombres? —susurró con voz temblorosa— ¿Sabemos hacerlo sin destruir?
La llama de la vela titiló, y por un instante creyó ver la sombra de Esteban reflejada en la pared. La voz del pasado lo llamaba. Le decía que nunca escaparía. Orfeo apretó los puños. El silencio de la habitación se llenó de un grito ahogado.
El descensoElías Ríos lo visitó tres días después y se encontró con un hombre al borde del colapso. El aire del monasterio olía a tabaco, humedad y desesperación.
—Orfeo, tiene que salir de aquí. Esteban no ha aparecido en público desde hace semanas. Es posible que esté…
—Muerto —interrumpió, sin mirarlo— O peor, esperándome.
Elías lo observó con preocupación.
—Usted está perdiendo la noción del tiempo. No ha dormido, no ha comido.
—¿Y qué importa? —respondió Orfeo, con una sonrisa amarga— Mientras él viva, nada de lo que haga servirá. Si me destruye a mí, resurgirá con otro nombre, otro rostro como un parásito.
Elías suspiró, cansado.
—Tal vez no sea a él a quien deba enfrentar. Tal vez sea a usted mismo.
Orfeo lo miró con dureza.
—No filosofe, Elías. He vivido demasiado tiempo entre espejos.
El detective guardó silencio. Antes de irse, dejó un sobre sobre la mesa.
—Una carta. Llegó a mi oficina esta mañana. Sin remitente. Solo decía su nombre.
Cuando Orfeo la abrió, sus manos temblaron. El papel olía a chocolate.
A veces, cuando el alma se rompe, hay que dejar que el amor la recomponga. Si aún recuerdas el sabor del invierno, sabrás dónde encontrarme.
No había firma. Pero no la necesitaba.
El reencuentroEsa misma noche, Orfeo tomó un vuelo privado hacia París. No avisó a nadie. No dejó rastros. Solo siguió la intuición, esa chispa luminosa que había intentado apagar durante meses. La ciudad lo recibió envuelta en una llovizna suave. Los faroles reflejaban destellos dorados sobre el pavimento. Y al doblar una esquina, frente a una cafetería antigua, lo vio.
Álex.
Estaba de pie junto a un auto negro, con el abrigo cerrado hasta el cuello. Su cabello era más corto, su mirada más intensa. Y su presencia magnética, poderosa, como si el tiempo lo hubiera cincelado con elegancia y misterio. ,Orfeo se detuvo, paralizado..No supo si correr hacia él o caer de rodillas. Pero Álex lo vio primero. Y en ese instante, el mundo se detuvo.
—Tardaste —dijo Álex, con una voz serena, casi fría.
—No sabía si aún querías verme.
—Siempre supe que lo harías.
El silencio que los envolvió fue más elocuente que cualquier palabra. Ambos se acercaron, sin prisa. Orfeo levantó una mano temblorosa, rozando el rostro de Álex como si temiera que fuera una ilusión.
—Estás diferente… —susurró. —Y tú igual —respondió Álex— Sigues intentando salvar a todos menos a ti mismo.
Orfeo bajó la mirada.
—No imaginé volver a verte.
—Yo sí —dijo Álex con una leve sonrisa— Aunque lo decidí por mí, no por ti.
Sus ojos se encontraron, y el fuego del pasado volvió a encenderse entre ellos. Orfeo notó el anillo dorado en la mano de Álex, sin escudo familiar, sin símbolo aristocrático. Solo una joya simple, pero imponente.
—¿Qué hiciste? —preguntó él, intentando comprender.
—Lo necesario —respondió Álex— No preguntes cómo. Solo acepta que ahora puedo protegerte yo.
—¿Protegerme?
—Esteban no te tocará otra vez. —Su tono fue firme, casi peligroso—. Tengo recursos que ni siquiera él podría controlar.
Orfeo dio un paso atrás, confundido.
—¿De dónde salió todo eso, Álex? ¿Quién te dio ese poder?
El joven lo miró fijamente, con una expresión serena pero impenetrable.
—No te lo diré. No aún.
El silencio se volvió pesado. Una corriente invisible de tensión y deseo los mantenía cerca. Y cuando la distancia fue insostenible, Álex lo abrazó. Un abrazo cálido, firme, desesperado. Orfeo lo sostuvo contra su pecho, cerrando los ojos, dejando que la respiración del otro borrara meses de dolor.
—Te busqué en cada sombra —murmuró Orfeo.
—Y yo te observé desde ellas —respondió Álex—. Pero ahora no pienso dejarte caer otra vez.
Orfeo se apartó apenas, buscando su mirada.
—¿Por qué volviste, Álex?
La respuesta llegó como un suspiro entrelazado con la lluvia:
—Porque tú me necesitabas más de lo que yo quería admitir.
El regreso del peligroUna ráfaga de viento abrió las puertas de la cafetería, apagando las luces por un segundo. El sonido de la lluvia se mezcló con un chasquido metálico. Cuando Orfeo levantó la vista, un sobre negro descansaba sobre la mesa junto a ellos. Álex lo tomó con cautela. Dentro había una sola hoja. Solo una frase escrita en tinta roja:
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Editado: 28.10.2025