El Amargo Secreto

El Peso del Invierno

El amanecer era pálido, casi blanco. El cielo sobre París parecía una sábana helada, y las luces del hotel reflejaban el resplandor metálico de la ciudad. Orfeo permanecía sentado frente al ventanal, mirando el horizonte sin realmente verlo. Su respiración era pausada, pero su mente estaba hecha un torbellino de miedo y nostalgia.

Álex lo observaba desde el otro extremo de la habitación. El hombre que alguna vez había sido dulce, inseguro y dependiente, ya no existía. Ahora, su postura irradiaba firmeza. Su voz, serenidad autoritaria. Su mirada, la de alguien que había sobrevivido al fuego y regresaba con el poder de encenderlo otra vez.

—No has dormido en toda la noche —dijo Álex, acercándose.

Orfeo no respondió. Solo siguió mirando el amanecer, con los dedos temblando sobre el borde de la taza..Álex suspiró, se inclinó y le quitó el café de las manos.

—Vas a enfermarte —murmuró.

Orfeo lo miró, los ojos llenos de un cansancio que dolía.

—No puedo. No después de todo lo que hiciste… de todo lo que sé.

Álex se arrodilló frente a él. Lo tomó de las muñecas, con suavidad, pero con la firmeza de quien domina una tormenta.

—Mírame —le ordenó.

Y cuando Orfeo obedeció, su voz se quebró.

—Te busqué tanto… que olvidé cómo ser yo.

El poder del silencio

Álex se mantuvo callado por un momento. Su respiración era calma, el control absoluto de un hombre que sabía lo que hacía. Había pasado por demasiado para perder ahora la compostura.

—Entonces déjame recordarte quién eras —dijo finalmente, con una sonrisa apenas perceptible.

Llevó una de las manos de Orfeo hasta su pecho, justo sobre el corazón. El pulso de Álex era firme, seguro, constante.

—Tú me diste esto una vez. Yo no sabía quién era. Me hiciste fuerte, me hiciste creer.

Orfeo apartó la mirada, la vergüenza asomando como una sombra.

—Y yo te perdí.

Álex negó con la cabeza.

—No. Yo me fui. Porque necesitaba convertirme en alguien capaz de protegerte, incluso de ti mismo.

Sus palabras eran suaves, pero cada una cortaba como una confesión.
Orfeo sintió el peso de ellas hundirse en su pecho.

—No soy el mismo —dijo con voz quebrada.

—Lo sé —respondió Álex—.Y tampoco quiero que lo seas.

Lo atrajo hacia sí, abrazándolo con una firmeza protectora. Orfeo tembló, pero en lugar de resistirse, hundió el rostro en su hombro, exhalando todo el aire que había contenido por meses..Por primera vez en mucho tiempo, su cuerpo se relajó.
Su respiración se acompasó con la de Álex, y por un instante, el mundo dejó de doler.

El secreto revelado

Horas después, Orfeo se despertó sobre el sofá, cubierto con una manta. Álex estaba de pie junto a la ventana, observando la lluvia caer..Tenía el cabello despeinado, los hombros rectos, el mismo porte de alguien que ya no le teme a nada.

—Dijiste que ibas a contarme cómo conseguiste todo esto —dijo Orfeo, con voz aún somnolienta.

Álex giró lentamente. Sus ojos tenían la dureza de quien ha visto demasiado.

—Te lo diré, pero quiero que lo escuches sin juzgarme.

Orfeo asintió. Álex se acercó y se sentó frente a él.

—Después de que me fuí de tu lado , terminé en la calle. El invierno más cruel que recuerdo. No tenía trabajo, ni nombre, ni esperanzas. Dormía bajo un puente, cubierto de nieve. Pensé que moriría allí y habría sido un final justo.

Orfeo apretó los puños..Álex continuó, sin quebrarse:

—Pero alguien me encontró. Un hombre. Se llamaba Alaric De Vries. Un aristócrata holandés, dueño de un imperio naviero y energético que se extendía por toda Europa. Me llevó a su mansión, me dio techo, comida y me enseñó lo que era el respeto por uno mismo.

Orfeo lo observaba sin parpadear.

—¿Te enamoraste de él? —preguntó finalmente.

Álex bajó la mirada.

—No al principio. Él me amó primero..Me propuso matrimonio sabiendo que estaba muriendo. Una enfermedad degenerativa. Dijo que su única herencia debía ir a alguien que supiera amar de verdad, aunque ese amor ya no fuera hacia él.

Un silencio espeso llenó la habitación. El reloj del salón marcó las siete.

—Hace un mes murió en mis brazos —continuó Álex con voz serena— Me dejó todo. Sus empresas, sus contactos, su nombre. Y con eso, compré mi libertad.
Compré el poder de no volver a ser la víctima de nadie.

El hombre que vuelve a temer

Orfeo se levantó, dando unos pasos hacia atrás. Su expresión era una mezcla de asombro, culpa y miedo.

—Entonces… —murmuró— eres el heredero de uno de los hombres más poderosos de Europa.

Álex asintió.

—Sí. Y ahora puedo hacer que Esteban desaparezca del mapa si lo deseo.

Orfeo sintió un escalofrío. No era solo admiración. Era también terror. El niño tierno que había amado ahora era un rey con corona invisible y mirada de acero.

—No sé si me asusta o me enorgullece —dijo Orfeo, con una sonrisa frágil.

Álex se acercó y le tomó el rostro entre las manos.

—No tienes que temerme.

—Pero te temo, Álex. Ya no eres el mismo.

—Tampoco lo eres tú —replicó— Solo que a ti el miedo te domesticó y a mí me enseñó a mandar.

Orfeo apartó la mirada, pero Álex no lo permitió. Lo obligó a volver a mirarlo. Sus ojos se encontraron, y en ellos, Orfeo vio algo que no había sentido en mucho tiempo: seguridad. Álex habló despacio, con tono firme y bajo:

—Quiero que recuerdes quién eras antes de que el miedo te robara el alma. El hombre que amaba sin miedo, el que no se arrodillaba ante nadie.

Orfeo tragó saliva.

—¿Y si no puedo volver a ser ese hombre?

—Entonces deja que te enseñe cómo hacerlo.

Lo besó. No con desesperación, sino con certeza. Fue un beso lento, firme, cargado de poder y redención. Orfeo respondió con torpeza, pero poco a poco, sus manos dejaron de temblar.

El fuego renacido




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