El Amargo Secreto

El Imperio del Miedo

El amanecer apenas se insinuaba detrás de las cortinas del lujoso ático que Álex había comprado en el distrito más exclusivo de París. El sonido lejano de la ciudad se filtraba como un eco difuso mientras Orfeo dormía, envuelto entre las sábanas de seda. Su respiración era tranquila, pero sus manos aún buscaban en sueños algo que el descanso no podía darle: seguridad.

Álex lo observaba desde la penumbra, con los brazos cruzados y la mente despierta.
El hombre que alguna vez tembló de frío bajo la nieve ahora era dueño de un poder que podía doblar gobiernos, pero sabía que ningún imperio es intocable, y que la verdadera amenaza no venía de fantasmas ni herencias sino de un hombre llamado Esteban Márquez.

El regreso del cazador

Las noticias internacionales anunciaban la caída de Esteban tras los escándalos financieros, pero Álex no lo creyó ni un segundo. Sabía que Esteban era como el veneno: invisible, lento y mortal incluso después de desaparecer.

Aquel amanecer, mientras tomaba café, su asistente personal, una mujer de confianza llamada Cécile, irrumpió con el teléfono en mano.

—Señor De Vries… llegó un comunicado urgente.

—¿De quién? —preguntó, sin apartar la vista del ventanal.

—De los abogados internacionales de Márquez. Afirman que él… reapareció.

Álex giró lentamente.

—¿Dónde?

—En Ginebra. Dice que fundó una nueva compañía bajo otro nombre. Helios Global.

La taza se detuvo a medio camino hacia sus labios. El nombre le heló la sangre. Helios. El sol. Una metáfora demasiado irónica para un hombre que siempre había amado moverse entre las sombras.

—Está probando mis límites —dijo, más para sí que para ella.

—¿Desea que intervengamos legalmente?
Álex sonrió con frialdad.

—No. Deseo que averigües todo sobre esa empresa. Quiero saber quién financia a mi enemigo. Y si no lo descubres… lo haré yo.

Las grietas del alma

Horas después, cuando Orfeo despertó, encontró a Álex frente al ventanal, en la misma posición que la noche anterior..Su expresión era tensa, su mirada perdida. El cambio en él era evidente: ya no había ternura, solo cálculo.

—¿Has dormido algo? —preguntó Orfeo, acercándose con cautela.

—No puedo dormir cuando hay enemigos que creen que aún pueden alcanzarme —respondió, sin mirarlo.

Orfeo se detuvo a su lado.

—Sigues obsesionado con Esteban.

—No. Esteban está obsesionado conmigo —replicó Álex, girándose finalmente— Y si no lo detengo, volverá a destruir todo lo que toco.

Orfeo bajó la mirada, el eco del miedo regresando.

—¿Y si no puedes detenerlo?

Álex se acercó, tomándole el mentón con suavidad pero con una autoridad que no admitía réplica.

—Entonces moriré intentándolo. Pero tú no volverás a sufrir por su culpa.

Orfeo quiso protestar, pero la firmeza de esa voz lo desarmó. En ella había una mezcla de amor y poder que lo hacía sentirse pequeño, protegido y a la vez dominado. Álex percibió el temblor en sus manos.

—No más miedo, Orfeo. No mientras yo esté aquí.

Lo abrazó con fuerza, sintiendo el temblor de su cuerpo. Y por primera vez, fue Álex quien sostuvo al hombre que antes había sido su sostén.

El mensaje

El día transcurrió en calma aparente..Álex tenía reuniones con ministros y diplomáticos, mientras Orfeo lo observaba en silencio desde el balcón del ático. Lo admiraba, sí, pero también temía el precio de ese poder..El brillo que rodeaba a Álex era hermoso, pero había algo en su mirada que le recordaba demasiado a Esteban: una determinación que rozaba lo inhumano.

Esa tarde, cuando regresaron de una reunión política, Cécile entregó un sobre sin remitente.

—Lo dejaron en la entrada, señor. Nadie vio quién fue.

Álex lo abrió sin titubear. Dentro había una fotografía en blanco y negro: Orfeo dormido, tomada desde la ventana del dormitorio..En el reverso, una frase escrita con tinta roja:

Tú heredaste su fortuna, pero yo heredé su odio. No puedes comprar el alma del hombre que arruiné.

El corazón de Orfeo se detuvo un segundo.

—¿Cómo… cómo obtuvo esa foto?

—Estuvo aquí —susurró Álex, apretando el papel con furia.

Sin perder la calma, sacó su teléfono y marcó un número directo.

—Cécile, cierre el edificio. Nadie entra ni sale sin mi autorización. Refuercen la seguridad.

—Sí, señor.

Orfeo lo miró, pálido.

—¿Qué pretende hacer?

—Lo que debí hacer hace años —respondió Álex— convertir el miedo en estrategia.

La noche de las confesiones

Esa noche, la tensión se deshizo apenas Orfeo se acercó a él. Álex estaba sentado frente a la chimenea, el sobre de Esteban reducido a cenizas. El fuego iluminaba su rostro con tonos dorados. Orfeo se arrodilló junto a él, buscando su mirada.

—Te estás perdiendo, Álex —susurró— El poder te está consumiendo.

—No. El miedo me consumió una vez. Ahora lo utilizo —respondió sin apartar la vista del fuego.

Orfeo apoyó la cabeza en su hombro.

—No quiero perderte otra vez.

Álex cerró los ojos y exhaló lentamente.

—No lo harás. Pero necesito que confíes en mí, incluso cuando el mundo empiece a odiarme.

Hubo un silencio largo. El fuego crepitaba, y el corazón de Orfeo, aunque dolido, comenzó a acompasarse con el de él. Álex lo rodeó con un brazo, y su tono se suavizó.

—Estás conmigo, Orfeo. Y eso es lo único real.

Orfeo alzó la vista, con una ternura que dolía.

—Siempre lo estuve. Pero prométeme que no te convertirás en lo que tanto odias.

Álex sonrió con una mezcla de amor y sombra.

—Eso depende de cuán lejos me obligue a llegar Esteban.

El fuego invisible

A medianoche, las luces del ático se apagaron. Todo el edificio quedó en silencio.
Álex se levantó, alerta, y tomó la pistola que guardaba en el cajón de la mesa. Orfeo, aún medio dormido, lo observó con miedo.




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