—Álex… —susurró Orfeo, con la voz rota—. No puedes seguir así. No podemos seguir así.
El hombre lo miró, su mirada intensa reflejando la llama de la chimenea.
—Nos acaba de disparar. No hay tiempo para debilidades.
—No te estoy pidiendo que seas débil. Te estoy pidiendo que sigas siendo humano. —Orfeo alzó la voz, con el corazón en la garganta— No quiero verte convertirte en él.
Por un instante, la furia se quebró. Álex cerró los ojos, respiró hondo y apoyó la frente contra la de Orfeo. Sus labios rozaron apenas los del otro, un roce tierno, desesperado
—¿Sabes por qué no puedo detenerme? Porque si lo hago, tú mueres. Y si tú mueres, ya no quedo yo.
Orfeo lo abrazó con fuerza. Su cuerpo, antes rígido, comenzó a relajarse. La tensión de días enteros se deshizo bajo el calor de aquel contacto. Por un instante, el mundo se redujo a eso: dos almas rotas sosteniéndose una a la otra. Y por primera vez, fue Orfeo quien lo contuvo. Le acarició la nuca, lo obligó a mirarlo a los ojos.
—No eres un arma, Álex. No más. Déjame ayudarte.
El tono, aunque suave, era firme. Y Álex, acostumbrado a mandar, por primera vez obedeció. Hundió el rostro en el cuello de Orfeo, respirando el aroma de su piel. Por un momento, la bestia que crecía dentro de él se detuvo.
El contraataqueHoras más tarde, mientras Orfeo dormía exhausto entre sus brazos, Álex volvió a ponerse de pie. La calma había sido momentánea. El cazador en él había despertado. Marcó un número desde su teléfono satelital.
—Aquí De Vries. Quiero un vuelo privado a Ginebra. No oficial, sin registro.
—¿Desea que le acompañe seguridad armada? —preguntó Cécile desde el otro lado de la línea.
—No. Nadie debe saberlo. Esta guerra es personal.
Colgó. Sus movimientos eran meticulosos. Se cambió de ropa, vistiendo un abrigo negro y guantes de cuero..Antes de salir, dejó una nota sobre la mesa, escrita con su letra firme y elegante:
Si despiertas y no estoy, no me busques. Si no vuelvo, recuerda que todo lo hice para que pudieras vivir libre. Te amo.
El amanecer lo encontró en el aeropuerto privado..Su mirada era fría, determinada. El vuelo lo llevaría directo al corazón del enemigo.
El monstruo y su espejoEl despacho de Esteban Márquez, en Ginebra, era un santuario del lujo. Cristales, mármol y silencio. Cuando Álex entró, los dos guardias en la puerta apenas respiraron. Esteban estaba sentado tras un escritorio, sonriendo con la calma de un dios que disfruta de su creación.
—Vaya, vaya… —murmuró Esteban— El heredero del imperio De Vries. El nuevo titán de la élite europea. Y pensar que hace apenas unos meses, casi un año, temblabas a mis pies.
Álex se mantuvo en pie, con el rostro inmutable.
—¿Qué quieres de mí?
Esteban soltó una risita seca.
—Nada que no te haya quitado ya. Solo vine a recordarte que todo lo que posees, lo obtuviste porque otro hombre murió por ti.
—No lo maté.
—No, pero lo usaste.
Las palabras cayeron como cuchillas. Álex sintió el calor subirle por la garganta.
—Tú no sabes nada.
—Sé suficiente. — Esteban se levantó, acercándose— Sé que me arrebataste a Orfeo. Y sé que ahora él te teme más a ti que a mí.
Esa última frase lo atravesó. El silencio que siguió fue pesado, insoportable. Hasta que Álex habló, con una serenidad helada:
—No volverás a tocarlo.
Esteban sonrió con arrogancia.
—¿Y cómo piensas impedirlo?
Álex sacó un dispositivo del bolsillo y lo arrojó sobre la mesa. Un sonido agudo llenó el aire. En segundos, las pantallas del despacho se encendieron mostrando imágenes, archivos y transferencias.
—Toda tu fortuna está en mis manos —dijo Álex con una calma mortal— Tus empresas, tus cuentas, tus socios.
Esteban palideció.
—¿Qué hiciste?
—Te robé la vida, como tú intentaste robar la mía.
El silencio fue absoluto. El poder había cambiado de dueño. Pero Álex no sonrió. Solo bajó la mirada, con tristeza.
—No quiero destruirte, Esteban. Quiero que desaparezcas.
Esteban lo observó, con odio.
—Eres igual que yo.
—No —respondió Álex, dándose la vuelta—. Yo aún sé amar.
El regresoEl vuelo de regreso fue silencioso..Álex no durmió..El cansancio se mezclaba con una sensación de vacío. Había ganado la batalla… pero no la paz. Cuando llegó al ático, Orfeo lo esperaba, de pie junto al ventanal reparado. Tenía los ojos rojos de llorar..En su mano, la nota que Álex había dejado.
—¿Qué hiciste? —preguntó, con la voz temblorosa.
—Terminar lo que él empezó.
—No —replicó Orfeo, con furia contenida— Lo que hiciste fue convertirte en su reflejo.
Álex se acercó lentamente.
—No me compares con él.
—¿Por qué no? —susurró Orfeo— También mientes. También decides solo. También destruyes por amor.
El golpe fue certero. Álex se quedó quieto. Por un instante, su máscara cayó. Y el dolor en sus ojos fue más profundo que la rabia.
—Lo hice por ti.
—Y yo solo quiero que estés conmigo, no por encima de mí.
Orfeo se acercó, tomó su rostro entre las manos y lo besó.
No con dulzura, sino con desesperación. Un beso que era reclamo, perdón y rendición a la vez. Cuando se separaron, Álex susurró:
—Prometo que esta vez te escucharé.
El ojo que nunca duerme
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Editado: 28.10.2025