El reloj marcaba las tres y media de la madrugada.
El silencio dentro de la mansión era casi sagrado, interrumpido solo por el leve golpeteo de la lluvia contra los ventanales. París dormía. Pero Álex no. Estaba de pie frente al ventanal, vestido con una bata de seda gris, el cabello revuelto y el corazón acelerado. No sabía por qué había despertado tan bruscamente, solo que algo dentro suyo un presentimiento le gritaba que no debía volver a cerrar los ojos.
Dio un paso hacia la puerta del dormitorio y escuchó el sonido. Un crujido. Suave. Lejano. Pero inequívocamente real. Se tensó. El corazón comenzó a latirle con una fuerza casi dolorosa. Se giró apenas para mirar a Orfeo, que dormía tranquilo en la cama, cubierto hasta los hombros, con el rostro iluminado por la tenue luz del fuego. Tan sereno tan vulnerable.
Y entonces lo oyó de nuevo. Esta vez, más cerca. Un sonido metálico. Como el de una ganzúa forzando una cerradura. Álex no dudó. Cruzó la habitación en silencio, abrió el cajón del escritorio y tomó el arma que guardaba allí por precaución. No era un hombre violento, pero sabía perfectamente que el mundo aristocrático estaba lleno de enemigos con demasiada educación y muy poca conciencia.
El intrusoLa puerta del estudio, en el extremo del pasillo, estaba entreabierta. Una sombra se movía dentro, alta, delgada, cubierta por una gabardina negra. El rostro oculto bajo una capucha. Álex sintió el hielo correrle por la espalda. Cada paso que daba era una apuesta entre el miedo y el amor. Sabía que si el intruso llegaba hasta el dormitorio, Orfeo estaría perdido.
—Ni un paso más —dijo, apuntando con firmeza.
La sombra se detuvo. El intruso levantó lentamente las manos, pero su voz fue un susurro rasposo y burlón.
—Tranquilo, De Vries. No vine por ti.
—Entonces elegiste la casa equivocada.
Un silencio tenso llenó el aire. La sombra dio un paso hacia atrás, y Álex se movió rápido, interponiéndose entre el pasillo y el dormitorio. El frío del metal en sus manos le recordó por qué estaba allí: por Orfeo. Solo por él.
—¿Quién te envía? —preguntó con voz baja, contenida.
El intruso soltó una risa corta, casi sin sonido.
—Preguntas demasiado. Cuida tus tesoros, Álex. No todos duran para siempre.
Álex no esperó más. Avanzó, decidido. El hombre corrió hacia la ventana del estudio, rompió el cristal con el codo y saltó al jardín, desapareciendo en la lluvia.
El despertar de OrfeoEl ruido del vidrio lo despertó. Orfeo se incorporó de golpe, desorientado.
—¿Álex?
El rubio regresó al dormitorio con el pecho agitado y los ojos encendidos por la adrenalina..Se sentó a su lado y lo abrazó con fuerza. El cuerpo de Orfeo temblaba, confundido.
—¿Qué pasó?
—Nada grave —mintió Álex, acariciándole el cabello— Un ladrón. Ya se fue.
Pero su voz no tenía la calma que solía tener. Había en ella un temblor que Orfeo no pasó por alto. Lo miró en silencio y, sin decir palabra, lo abrazó más fuerte. El reloj en la mesa de noche seguía marcando las 3:33. El mismo instante en que todo había comenzado.
La confesiónHoras después, con la luz del amanecer filtrándose por las cortinas, Orfeo preparó café y lo llevó al dormitorio. Álex no había dormido. Estaba sentado junto al ventanal, mirando la lluvia sin verla.
—Dijiste que fue un ladrón — murmuró Orfeo — Pero sé que no me dijiste todo.
Álex desvió la mirada, sabiendo que no podía mentirle.
—Intentaron entrar a tu habitación, Orfeo. Pero no lo logré permitir.
El silencio cayó entre ellos como una losa. Orfeo se acercó y lo tomó de la mano.
—¿Por mí? —preguntó con la voz quebrada.
Álex lo miró a los ojos.
—Por nosotros. No pienso perderte. No otra vez.
—¿Quién podría querer hacerme daño?
—No lo sé aún —respondió con un dejo de rabia contenida— Pero lo descubriré. Y cuando lo haga, no volverán a acercarse a ti.
Orfeo apoyó la cabeza sobre su hombro.
—No me importa lo que pase, Álex. Solo prométeme una cosa.
—Lo que sea.
—Que no me ocultes nunca nada más. Ni siquiera para protegerme.
Álex sonrió con tristeza.
—Te lo prometo.
Pero dentro de sí, sabía que no podría cumplir esa promesa. Porque si el enemigo que había visto era quien sospechaba decirle la verdad a Orfeo sería condenarlo.
La mirada tras el vidrioEsa tarde, mientras la lluvia seguía cayendo sobre los jardines de la mansión, Álex recibió una llamada encriptada. Una voz que no quiso identificarse. Solo una frase, fría, calculada:
—Esta vez fuiste rápido, De Vries. Pero la próxima no estarás despierto.
La línea se cortó. Álex dejó el teléfono sobre el escritorio, su respiración se volvió entrecortada. Desde el ventanal, observó el reflejo de algo que lo hizo congelarse: una silueta inmóvil en el jardín, de pie bajo el paraguas negro, mirándolo fijamente. Y aunque la lluvia la distorsionaba, supo de inmediato quién era. Esteban.
La guerra acababa de comenzar.
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Editado: 28.10.2025