El Amargo Secreto

Las Cintas del Silencio

La tormenta había pasado durante la noche, dejando sobre los jardines una humedad espesa, casi fantasmal.
La mansión permanecía en calma. Solo se oía el rumor de la leña consumiéndose en la chimenea del estudio y el lento goteo de las canaletas del tejado.

Orfeo recorría el pasillo inferior con una linterna en la mano. Desde hacía días, algo lo inquietaba. El ataque de la noche anterior, el rostro de Esteban bajo la lluvia, la tensión muda en los ojos de Álex. Todo se mezclaba en su cabeza como piezas sueltas de un rompecabezas que no lograba completar.

El mayordomo le había mencionado que en el sótano aún se guardaban cajas sin abrir del difunto Alaric. Quizá, pensó, allí encontraría algo que le ayudara a entender por qué el pasado seguía persiguiéndolos.

El hallazgo

El aire del sótano era denso, cargado de polvo y humedad.
Las estanterías estaban cubiertas por sábanas blancas, y los relojes antiguos de Alaric dormían bajo una pátina de olvido. Orfeo encendió una lámpara vieja y comenzó a revisar las cajas una por una. En una de ellas, marcada con la fecha Invierno, encontró algo extraño: una pequeña cámara de video antigua, envuelta en una bufanda de lana y junto a varios sobres sin abrir. Dentro, una nota breve escrita con la caligrafía de Alaric:

Si un día el amor de Álex busca la verdad, sabrá mirarla sin odio.

Orfeo sintió un estremecimiento. Tomó la cámara y subió al despacho, donde aún quedaba un televisor viejo conectado al archivo digitalizador del mayordomo. Sus manos temblaban mientras insertaba la tarjeta de memoria. La imagen tardó en aparecer. Luego, la pantalla se llenó con el interior de una habitación: la antigua suite principal de la villa de Lucerna. Allí estaba Álex. Joven, pálido, con los ojos rojos de tanto llorar. Y Alaric, sentado a su lado, sosteniendo su rostro con infinita calma.

El video

—No puedo hacerlo… — susurraba Álex, con la voz rota — No puedo, Alaric… no así.

El hombre lo acarició con ternura, como quien trata de consolar a un niño.

—No quiero que lo hagas por obligación, Álex. Pero eres mi esposo. Todos esperan que cumplamos con ese papel.

Álex apartó la mirada, sollozando en silencio.

—Yo… lo intento, pero cada vez que cierro los ojos, lo veo a él.

—¿A él?

—A Orfeo.

Su voz se quebró, pronunciando aquel nombre como una plegaria.

—Lo amo, Alaric. No puedo borrarlo. Lo llevo aquí —se golpeó el pecho con desesperación—. Aunque quiera amarte, no puedo mentirle a mi corazón.

Alaric lo observó sin ira. Su expresión era la de un hombre que comprendía demasiado bien el peso del amor imposible.

—Entonces no lo fuerces —dijo con voz baja—. Déjame al menos cuidar de ti mientras pueda.

Álex cayó de rodillas, hundiendo el rostro entre las manos.

—Perdóname… perdóname, mi amor… —murmuró— Orfeo… perdóname…

El llanto lo quebraba por completo. Alaric se inclinó y lo abrazó con suavidad, dejando que su cabeza descansara contra su pecho. No hubo reproches. Solo silencio. El silencio de dos almas que sabían que su unión era una prisión decorada con ternura. El video continuó unos minutos más. Álex permanecía temblando, con el rostro húmedo por las lágrimas, mientras Alaric le hablaba con un tono casi paternal.

—No tienes por qué fingir conmigo. El deber no vale más que la verdad.

—Pero la verdad duele.

—Y aun así, es lo único que te mantiene vivo.

La grabación se detuvo ahí, congelada en una última imagen: la mano de Alaric acariciando el cabello de Álex, y los labios del joven murmurando, entre suspiros:

Nunca podré amarlo como a ti, Orfeo. Mi único siempre serás tú...dios mío Orfeo. Te amo tanto.

La revelación

Orfeo quedó paralizado frente a la pantalla. Las lágrimas comenzaron a correrle sin que se diera cuenta. Esa escena no mostraba traición, sino martirio. Mostraba a un hombre obligado a cumplir un rol que lo destruía lentamente, un prisionero de los votos, de la apariencia, del deber.

Se llevó las manos al rostro, ahogando un sollozo. Por primera vez comprendió la magnitud del amor de Álex: no era un amor caprichoso ni egoísta, sino una lealtad absoluta, capaz de resistir incluso en las circunstancias más crueles.

—Dios… —susurró Orfeo—. Todo este tiempo lo juzgué… y él solo sufría en silencio.

Sintió una punzada en el pecho. La culpa se mezcló con ternura. Y algo dentro de él , algo que llevaba años quebrado, comenzó a recomponerse.

Ya no quedaban sombras entre ellos. Solo verdad. Orfeo apagó la cámara y se quedó un largo rato en la oscuridad del despacho, dejando que el silencio curara lo que la duda había envenenado.

El regreso de la luz

Cuando subió al dormitorio, Álex dormía. La luz del amanecer comenzaba a filtrarse por las cortinas, bañando su rostro con un brillo dorado. Orfeo se acercó despacio, se arrodilló junto a la cama y lo observó dormir, con los ojos llenos de una devoción que ya no conocía miedo. Le tomó la mano con suavidad. Ya no había resentimiento, ni reproche, ni temor. Solo amor. Puro, silencioso, real.

—Ya lo sé todo — susurró — Y no volveré a dudar de ti jamás.

El rubio se movió apenas, como si hubiera escuchado algo en sueños, y murmuró su nombre. Orfeo sonrió. Por primera vez en mucho tiempo, se sintió completo.

El amanecer del cambio

Horas después, mientras Orfeo tomaba el desayuno junto a la ventana, el mayordomo entró con una carta.

—La dejaron en el portón principal, señor. No tenía remitente.

Orfeo la tomó, curioso. El sobre era negro, lacrado con un sello dorado que no reconoció. Al abrirlo, una frase en tinta carmesí lo dejó helado:

Nada destruye más que la verdad. Si la conociste, prepárate para pagar su precio.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.