El Amargo Secreto

El Peso del Orgullo

La noche había caído con una lluvia mansa, como si el cielo intentara purificar la ciudad de tantas mentiras. En el despacho iluminado solo por una lámpara ámbar, Álex seguía revisando los documentos antiguos de Alaric.
Sus ojos estaban rojos, pero no del cansancio, sino de la obstinación de quien ya no puede aceptar una vida construida sobre falsedades.

Había jurado descubrir la verdad, aunque eso le costara su alma. Pero no imaginaba que esa verdad lo liberaría de una vez y para siempre.

La revelación

Entre los papeles viejos, amarillentos por el tiempo, halló algo que lo detuvo. Una carta.bFirmada por Alaric De Vries y dirigida a un fiscal cuyo nombre Álex reconoció al instante: el mismo que había llamado a Orfeo semanas atrás.

Celeste Durand no descansará hasta destruir lo que yo he construido. Ha intentado sobornarme, robar mis empresas y ahora busca eliminarme. Si algo me sucede, sabrá usted que mi muerte no fue un accidente.nEn caso de mi desaparición, culpará al joven Álex solo para cubrir sus huellas. Pero si este mensaje le llega, sepa que el verdadero enemigo está bajo su protección.

Álex apretó la carta entre sus dedos. Celeste había sido la mente detrás de todo: la traición, las pruebas falsas, las mentiras que destruyeron su amor con Orfeo. La codicia la había consumido al punto de usar incluso la muerte de Alaric como trampolín para destruirlos a ambos. Cerró los ojos con fuerza.

—Alaric… ahora lo entiendo todo —susurró con la voz quebrada—. No fuiste tú quien me condenó… fue ella.

Su respiración se volvió irregular, pero sus pensamientos eran claros. Tenía que hablar con Orfeo. No para justificarse, sino para cerrar la herida que Celeste había abierto entre ellos.

El reencuentro

La torre Elysium estaba casi a oscuras. Orfeo, desde su balcón, observaba las luces distantes de la ciudad con un vaso de whisky en la mano.nLa botella a medio vaciar era testigo de sus noches sin sueño. Desde la última vez que había visto a Álex, su vida se había convertido en un silencio perpetuo. Cada pensamiento, cada recuerdo, terminaba en el mismo punto:

¿Y si me equivoqué?

Golpes suaves resonaron en la puerta. Orfeo no respondió. Pero la voz al otro lado lo congeló.

—Orfeo… soy yo.

El vaso cayó al suelo, rompiéndose. Por un segundo, pensó que estaba soñando. Pero cuando abrió, allí estaba Álex, empapado por la lluvia, sosteniendo la carta de Alaric.

—Tenías razón —dijo Álex con voz baja—. Tenías razón en dudar… pero no de mí. De ella.

Orfeo no se movió. Solo lo observó, temblando, con el alma entre los dientes.

—¿Qué… qué estás diciendo?

Álex se acercó, extendiéndole la carta.

—Celeste fue quien nos destruyó. Ella manipuló todo. Alaric lo sabía. Lo escribió antes de morir.

Orfeo tomó la carta, la leyó en silencio. Su respiración se agitó. El papel temblaba en sus manos. Cada palabra era un golpe de realidad, una daga clavándose en su orgullo.

Cuando terminó de leer, alzó la vista. Sus ojos estaban húmedos.

—Dios… —murmuró—. ¿Qué he hecho?

—Me dejaste —respondió Álex sin odio, solo con una tristeza infinita—. Pero no te culpo. Yo también habría dudado.

—No —dijo Orfeo, negando con la cabeza—. No hay justificación para lo que te dije, para lo que te hice.
Te convertí en el enemigo cuando eras lo único que me quedaba.

—Y sin embargo —susurró Álex, acercándose—, aquí estoy.

La rendición

El silencio entre ellos era espeso, pero no hostil.
Era el silencio previo al perdón. Orfeo dejó la carta sobre la mesa y caminó hacia él.bSus dedos rozaron los de Álex con una timidez que no se esperaba de alguien tan altivo.

—Te destruí con mis celos —admitió en un hilo de voz—
Te hice pagar por mis miedos.

—Me heriste, sí —dijo Álex con sinceridad—, pero no me perdiste. A veces el amor no necesita entenderse… solo resistir.

Orfeo sonrió débilmente

—¿Cómo podés seguir amándome después de todo?

—Porque no sé amar de otra forma. —Álex lo miró fijamente, y sus ojos dorados brillaron con lágrimas contenidas—nPorque cuando todo el mundo me dio la espalda, vos fuiste mi hogar. Y aunque lo destruiste, quiero reconstruirlo contigo.

Orfeo no resistió más. Lo abrazó con fuerza, hundiendo el rostro en su cuello, temblando.nÁlex lo rodeó también, y por un momento el mundo volvió a ser solo eso:bdos almas heridas que, al encontrarse, sanaban.

—Perdóname, por favor —susurró Orfeo con la voz rota.

—Ya lo hice hace mucho —respondió Álex, acariciándole el cabello— Solo estaba esperando que también te perdonaras vos.

La reconciliación

Horas después, ambos seguían abrazados en el sillón, sin palabras, mirando las luces de la ciudad desde el ventanal. El sonido de la lluvia era su único testigo. Orfeo, más sereno, entrelazó sus dedos con los de Álex.

—¿Y ahora qué? —preguntó con voz suave.

Álex lo miró con ternura.

—Ahora vivimos. Sin Celeste.nSin Alaric. Sin sombras.

—¿Y si vuelven? —murmuró Orfeo, con ese miedo que aún no desaparecía.

—Entonces las enfrentaremos juntos. —Su tono fue firme, decidido—bEsta vez no pienso dejarte solo ni un instante más.

Orfeo lo besó. Fue un beso lento, dolido, lleno de historia.
De todas las palabras que nunca dijeron y de todas las promesas que aún podían cumplir. Y por primera vez en mucho tiempo, la tormenta afuera parecía, por fin, ceder.

Semanas después, en un despacho de la fiscalía, el nuevo fiscal cerró un expediente con el sello de “Caso Cerrado”.
Las últimas pruebas sobre Celeste confirmaban que había actuado sola, sin cómplices. Pero una nota anónima llegó esa misma tarde, sin remitente, dirigida a Álex y Orfeo:

Felicitaciones por su reconciliación. Pero recuerden: los muertos no siempre descansan.




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