El Amargo Secreto

Sombras del Dolor

El fuego crepitaba en la chimenea, pero el aire era helado. La mansión, tan silenciosa como una catedral en ruinas, parecía contener la respiración mientras dos almas heridas se enfrentaban sin querer hacerlo.

Álex caminaba de un lado a otro, con el rostro pálido y las manos temblorosas. Habían pasado solo tres días desde su liberación del control mental de Lucian, y aunque su cuerpo estaba a salvo, su mente seguía en guerra.

—No puedo dormir, Orfeo… — murmuró con la voz quebrada— Cada vez que cierro los ojos lo escucho… su voz, sus órdenes, su presencia… como si aún estuviera dentro de mí.

Orfeo lo miraba desde el ventanal, con los brazos cruzados y el gesto tenso. Su mirada, mezcla de preocupación y enojo, brillaba bajo la luz del fuego.

—Nunca debiste aceptar su invitación, Álex —dijo en tono bajo pero cortante—
Te lo advertí. Te lo supliqué.

Álex se detuvo. Sus ojos dorados, húmedos, se clavaron en los de Orfeo.

—¿Me estás culpando… por lo que me hizo ese monstruo?

—No —respondió Orfeo, con un hilo de voz— Te culpo por haberle abierto la puerta.

El silencio que siguió fue insoportable. El corazón de Álex dio un vuelco. Sus labios temblaron.

—Yo solo… quise demostrarte que no necesitaba tu protección todo el tiempo. Que podía tomar decisiones por mí mismo…

—¿Y a qué costo? —interrumpió Orfeo, golpeando la mesa con la mano abierta—
¿Querías demostrarme independencia? Lo lograste, Álex. Casi te pierdo por completo.

Las lágrimas comenzaron a caer.

—No lo sabía, Orfeo… no sabía quién era… ni lo que podía hacerme…

—Precisamente por eso, amor —replicó él, acercándose— Porque no sabías, porque era desconocido. Porque había algo oscuro en todo eso.

Álex apretó los puños.

—No soportaba que desconfiaras de mí, que vigilaras cada paso que daba. Me hacías sentir… asfixiado.

Orfeo lo observó en silencio unos segundos.
Su voz se suavizó, aunque seguía cargada de dolor.

—No era desconfianza, Álex. Era miedo. Miedo a que el mundo te tocara, miedo a que volvieras a sufrir, miedo a que desaparecieras de nuevo.

El rubio cayó de rodillas, sosteniendo su cabeza entre las manos.

—Y yo… fui directo al abismo. —Su voz se quebró— No pude detenerlo, Orfeo. Sentía cómo me arrebataba cada pensamiento, cada emoción… Me miraba y… yo desaparecía.

Orfeo se arrodilló frente a él, tomándole el rostro entre las manos.

—Shh… no digas eso.

—No puedo evitarlo —gimió Álex, sollozando— Nunca me sentí tan impotente. Era como si no existiera. Como si fuera un cuerpo vacío que él podía moldear a su antojo.

Orfeo lo abrazó con fuerza.

—Ya está, mi amor. Ya está.

Pero el cuerpo de Álex seguía temblando. Su llanto era desgarrador, el de alguien que había tocado el fondo del alma y aún sentía el peso del horror. Las palabras se le escapaban entre jadeos.

—Perdóname… por no escucharte… por no creerte… por ser tan terco…

Orfeo hundió el rostro en su cuello, respirando su aroma, aferrándose a su calor como quien intenta volver a la vida.

—No me pidas perdón. No hay nada que perdonar.

—Sí lo hay… —susurró Álex—. Me advertiste y no te escuché. Te hice sufrir… te hice sentir que no confiaba en vos.

El silencio cayó entre ellos, pesado, lleno de lágrimas y culpa. Hasta que Orfeo, sin quererlo, recordó algo.

El recuerdo

El brillo del fuego danzaba en sus ojos mientras su mente lo arrastraba hacia el pasado. Aquel video. El maldito video que había encontrado en el sótano, donde Álex, más joven, más frágil, intentaba cumplir con sus “deberes conyugales” ante su esposo Alaric.

Recordó su expresión de dolor, su resistencia silenciosa, el temblor de su cuerpo. Recordó su voz ahogada, susurrando entre lágrimas:

Orfeo… perdóname mi amor...

Y ahora, en el presente, lo veía igual. De rodillas. Llorando. Suplicando perdón por algo que no merecía.

Orfeo sintió un nudo en la garganta. Su pecho se contrajo. Era la misma mirada, la misma fragilidad, la misma culpa que no le correspondía.

Dios… no otra vez.

Lo abrazó con más fuerza, como si quisiera borrar todo el pasado con ese gesto. Sus dedos recorrieron el cabello rubio empapado en lágrimas.

—Ya no sos ese hombre, Álex —susurró contra su oído— No sos una víctima. No más.

Álex alzó la vista, confundido por el tono quebrado de su voz.

—¿Qué decís…?

—Digo que nunca más permitiré que nadie te haga sentir como entonces. Ni Lucian, ni nadie. Ni siquiera yo con mis palabras.

El silencio volvió, pero esta vez no dolía tanto. Era un silencio que curaba, que envolvía, que cerraba heridas. Orfeo lo besó suavemente, apenas rozando sus labios, un gesto más de consuelo que de deseo.

—Ya estás libre, amor. Nadie te controla. Nadie te manda. Nadie decide por vos.

Las lágrimas siguieron cayendo, pero ya no eran de culpa. Eran de alivio. Álex apoyó la frente contra la de Orfeo, y con voz ronca susurró:

—Gracias por volver por mí… por no rendirte.

Orfeo sonrió apenas.

—Nunca podría. Ni aunque el mundo me lo pidiera.

Se quedaron abrazados junto al fuego. El pasado aún dolía, pero por primera vez en mucho tiempo, no pesaba tanto. Y aunque ambos sabían que la oscuridad de Lucian seguía allá afuera, aguardando su oportunidad, en ese momento, dentro de aquella habitación cálida, solo existía el amor. El amor que los había salvado una y otra vez.




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