Álex vestía de negro, el rostro cubierto por una capucha, el corazón latiéndole como un tambor. Cada paso que daba lo acercaba más al infierno del que había escapado una vez. Pero esta vez no lo hacía por sí mismo: lo hacía por Adrian, y por Orfeo, que merecía una oportunidad de conocer y salvar a su hermano.
El aire olía a humo, perfume y desesperación.
A medida que avanzaba, los recuerdos volvían con violencia: la voz de Lucian, su control, la oscuridad que había nublado su mente. Cada escalón descendido era un enfrentamiento con sus demonios.
—No más —susurró Álex—. Esta vez, no me vas a dominar.
En la mansiónMientras tanto, a kilómetros de distancia, Orfeo se despertó en la cama vacía. El lado de Álex estaba frío. Lo supo al instante.
—No... —susurró, poniéndose de pie de golpe.
Corrió hacia el vestidor, revisó los abrigos, los cajones, los zapatos. El reloj de Alaric ya no estaba. El que Álex siempre llevaba consigo cuando tomaba una decisión importante. El corazón de Orfeo se quebró en un solo segundo.
—No… Álex… —susurró, con la voz temblando entre furia y desilusión.
Golpeó el escritorio, haciendo temblar las lámparas y los marcos de fotos. Todo su cuerpo ardía en una mezcla de dolor, celos y traición.
—Me prometiste que iríamos juntos —gruñó, apretando los dientes— ¡Me lo prometiste!
El mayordomo, alarmado por el ruido, entró corriendo.
—¿Señor? ¿Qué ha ocurrido?
Orfeo respiró con dificultad, la voz entrecortada.
—Se fue. Lo hizo otra vez. Me mintió como antes.
Se dejó caer en el sillón, con la mirada perdida.
Por un instante, todo el control que siempre lo caracterizaba se desmoronó. La rabia, el miedo y el amor se mezclaron en una tormenta insoportable. Kai apareció en el umbral, con su osito en brazos.
—¿Dónde está papi Álex?
Orfeo cerró los ojos. No podía responder. Abrazó al niño con fuerza, ocultando su rostro en su cabello dorado.
—Nos vamos de aquí, Kai… lejos. Donde nadie pueda encontrarnos.
Dos cartasHoras después, la mansión quedó envuelta en un silencio sepulcral. El personal se movía con discreción, temeroso. Orfeo había dado órdenes precisas: preparar el jet privado. Se marcharía del país con Kai antes del anochecer. El mayordomo lo observó en silencio, conmovido al verlo escribir dos cartas sobre la vieja mesa de roble. Sus manos temblaban, pero su letra seguía siendo firme.
Primera carta: para Álex.
No sé si estas líneas llegarán a tus manos. Me juraste que no volverías a irte solo, que enfrentaríamos el mundo juntos. Y sin embargo, lo hiciste.No puedo más, Álex. No puedo seguir amando a alguien que no confía en mí lo suficiente como para quedarse.
Te amo pero este amor me está destruyendo. Si alguna vez volvés, encontraras la casa vacía. Kai y yo habremos cruzado el océano.
Quizás allá, donde no existan tus fantasmas, logre olvidar que alguna vez creí que podíamos ser eternos.
—Orfeo.
Segunda carta: para Adrian.
Hermano, si estás vivo cuando leas esto, sabé que no fue falta de amor, sino de fe. Fuiste mi reflejo, el eco de un pasado que recién comenzaba a sanar. Perdóname por no haber estado allí para salvarte. Si alguna vez logramos encontrarnos, te prometo que reconstruiremos lo que la sangre y el destino intentaron romper.
—Orfeo.
Orfeo dobló ambas cartas con cuidado y se las entregó al mayordomo.
—Entréguelas solo si alguno de los dos regresa. Y si no lo hacen quémelas.
El hombre asintió con lágrimas contenidas.
—¿De verdad se irá, señor?
—Sí —respondió Orfeo sin mirar atrás—.
Porque quedarse duele más que huir.
El aire en el sótano era húmedo y cargado de humo. Álex había logrado infiltrarse usando el pasadizo de servicio. Sabía que cada segundo contaba. Desde una rendija, lo vio: Adrian, encadenado al centro de la habitación. Su cuerpo estaba débil, su piel marcada por los golpes y la deshidratación. Pero aún respiraba.
—Aguantá, Adrian —susurró Álex, acercándose en silencio.
Pero una voz familiar lo detuvo.
—Qué conmovedor… —dijo Lucian, emergiendo de las sombras— Viniste solo. Tal como imaginé.
Álex se giró, el corazón golpeándole en el pecho. Lucian sonreía con elegancia cruel, vestido de negro, sosteniendo una copa de vino.
—Deberías agradecerme —continuó— Te he dado la oportunidad de demostrar tu valentía.
Álex lo enfrentó con una mezcla de miedo y coraje.
—No vine a hablar. Vine a sacarlo de aquí.
Lucian dejó escapar una risa suave.
—¿Y creés que vas a lograrlo tú solo? ¿Sin tu protector? ¿Sin Orfeo?
El rubio lo miró con determinación.
—No necesito a nadie para enfrentar tus mentiras.
Lucian entrecerró los ojos, divertido.
—Qué curioso… eso mismo dijiste antes de que te hiciera mío.
Álex sintió un escalofrío recorrerle la espalda, pero no retrocedió.
—Esta vez no vas a tocarme. Ni a él.
Lucian sonrió con un brillo perverso.
—Eso está por verse, mi pequeño fugitivo.
En ese instante, las luces del club se apagaron.
Un estruendo retumbó desde arriba. Lucian levantó la vista, alarmado.
Álex aprovechó el caos para correr hacia Adrian, rompiendo las cadenas con una barra metálica que encontró en el suelo. Pero antes de que pudieran escapar, la puerta se cerró con un golpe sordo. Lucian sonrió desde la penumbra.
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Editado: 30.10.2025