El Amargo Secreto

La Luz en el Abismo

La lluvia caía como agujas sobre la fachada negra del Club Nyx, un edificio que parecía respirar oscuridad. Álex, cubierto con un abrigo largo y el rostro oculto por la capucha, se deslizó entre las sombras laterales del callejón. Cada paso era un eco de su propia decisión. Sabía que Orfeo jamás lo perdonaría por haber venido solo. Pero también sabía que no podía dejar morir al hermano de su amado.

Orfeo se merece conocerlo compartir con él lo que la vida le negó.

Ese pensamiento era su única guía mientras se internaba en el infierno.

El descenso

Dentro del club, el ambiente era una mezcla de lujuria y decadencia: música grave, luces violetas y cuerpos que se movían con una sensualidad mecánica. Nadie sospechaba que, bajo el piso reluciente, un hombre estaba siendo torturado por orden del dueño.

Álex logró pasar inadvertido hasta llegar al pasillo del subsuelo. El aire allí era distinto: pesado, saturado de humedad y óxido. Cada paso lo llevaba más cerca del peligro y más lejos del perdón de Orfeo. Empujó una puerta metálica y vio el cuerpo encadenado de Adrian, débil, semiconsciente. El parecido con Orfeo era innegable: los mismos rasgos finos, el mismo porte aristocrático, pero con una inocencia que su hermano había perdido hacía mucho.

—Adrian… —susurró Álex, arrodillándose junto a él— Vine a sacarte de aquí.

El joven levantó la vista, incrédulo.

—¿Vos? ¿Por qué…?

—Porque sos su hermano —respondió con firmeza— Y Orfeo se merece verte vivo.

Adrian intentó sonreír, pero su cuerpo temblaba demasiado. Álex rompió las cadenas con un tubo oxidado, forzando los candados hasta que cayeron al suelo. Justo cuando creía que todo había terminado, una voz familiar inundó el aire.

—Qué conmovedor… —murmuró Lucian, emergiendo de entre las sombras— El amante fiel viene a rescatar al hermano del hombre que lo abandonó.

La provocación del enemigo

Lucian descendió los escalones lentamente, impecable, con su traje negro y esa sonrisa tan pulida como cruel. Sus ojos grises se posaron primero en Álex y luego en Adrian, saboreando el miedo ajeno.

—Sabía que vendrías —dijo con voz suave—
Tenías que hacerlo. El deber, la culpa, el amor todos esos hermosos defectos te vuelven tan predecible.

Álex se interpuso entre él y el joven.

—Si querés terminar esto, hacelo conmigo. Pero dejalo ir.

Lucian rió con esa calma que solo los monstruos verdaderos poseen.

—Oh, lo haré. Pero antes quiero que entiendas algo, querido Álex: No existe sacrificio que redima tus decisiones. Viniste aquí a morir. Y lo sabés.

El rubio no respondió. Solo dio un paso al frente, el corazón golpeándole como un tambor de guerra.

—Entonces moriremos los dos —dijo con voz baja— Pero él saldrá de aquí.

Lucian lo observó, intrigado.

—¿De verdad creés que Orfeo apreciará tu gesto? Él nunca pidió que vinieras. De hecho ya debe estar lejos.

Álex apretó los dientes, pero el comentario lo atravesó como un cuchillo. No podía permitir que Lucian jugara con su mente.

—No lo nombrés —dijo con voz cortante— No tenés derecho.

Lucian inclinó la cabeza, complacido.

—Ah, pero tengo poder sobre todo lo que amás. Eso es mucho más que un derecho.

El combate

Con un movimiento rápido, Lucian lanzó una bengala de luz verde que iluminó la sala subterránea. De las sombras surgieron tres hombres armados con cuchillos. Álex empujó a Adrian detrás de una columna y tomó una de las cadenas rotas como defensa.

Los golpes resonaron en la penumbra: el eco del metal, el sonido seco de la respiración entrecortada. Lucian observaba, sin intervenir, disfrutando del espectáculo.

—Tu instinto de protección es admirable —comentó— Pero inútil.

Álex, con el labio ensangrentado, levantó la vista hacia él.

—No subestimes lo que se hace por amor.

El cuarto guardia cayó al suelo con un golpe seco, y Álex corrió hacia Adrian, ayudándolo a ponerse de pie.

—Vamos, podés caminar. Falta poco.

Pero cuando llegaron a la puerta, Lucian bloqueó el paso.

—¿Te vas sin despedirte? Qué grosero.

Levantó una mano, y el aire pareció temblar. Las luces parpadearon, las sombras se torcieron. Una presión invisible golpeó el pecho de Álex, haciéndolo caer de rodillas.

Lucian se acercó despacio, agachándose frente a él.

—El amor te hace débil, Álex. Siempre lo supe.

El rubio, jadeante, levantó la cabeza.

—Y vos… —susurró— no sabés lo que es amar.

Lucian apretó los labios, la sonrisa borrándose por un segundo.

—No pero sé lo que es poseer. Y eso basta.

Fue entonces cuando Adrian, tembloroso pero decidido, tomó una barra de hierro del suelo y la golpeó con fuerza sobre el control de energía que mantenía cerrada la puerta. Las luces explotaron, el campo invisible se desvaneció y el pasillo quedó libre. Álex se puso de pie y lo tomó del brazo.

—¡Ahora, corre!

Lucian gritó con furia al verlos escapar.
Su voz resonó entre los escombros:

—¡Podés huir, Álex, pero nunca vas a salvarlo todo! ¡Lo perderás todo otra vez!

Bajo la lluvia

La noche los recibió con un torrente de lluvia.
Adrian apenas podía mantenerse en pie, y Álex lo sostuvo con un brazo sobre sus hombros.
Ambos jadeaban, empapados, con la adrenalina aún quemando en sus venas.

—¿Por qué hiciste esto? —preguntó Adrian, mirándolo con asombro— No me conocés.

Álex lo miró con una tristeza inmensa.

—Porque alguien debe cuidar lo que Orfeo ama. Y porque él se merece tenerte a su lado.

Adrian bajó la vista, comprendiendo el peso de esas palabras. El amor, incluso cuando dolía, seguía siendo el motor de todo.

Detrás de ellos, el club ardía en llamas. Lucian observaba desde una ventana del piso superior, la lluvia resbalando por su rostro sin borrar su sonrisa helada. Su mirada se volvió un espejo de odio y deseo.




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