El Amargo Secreto

El Silencio de la Casa Vacía

La noche había cesado, pero la lluvia seguía cayendo como si el cielo llorara por él. Cuando Álex llegó a la mansión, su ropa estaba empapada, el rostro cubierto de barro y cansancio. El trayecto desde el Club Nyx hasta su hogar había sido un recorrido entre las sombras y la desesperanza. Todo lo que deseaba era ver a Orfeo, abrazarlo, decirle que Adrian estaba vivo. Que, a pesar del horror, lo había logrado. Empujó las enormes puertas de roble. El eco retumbó en el vacío.

La mansión estaba en silencio. Demasiado silencio. El tipo de silencio que hiela la sangre.

—¿Orfeo...? —su voz resonó, sin respuesta—. ¿Kai...?

Solo el viento respondió, colándose entre los ventanales. La ausencia tenía un peso insoportable, como si el aire mismo lo rechazara.

Avanzó lentamente por el pasillo principal.
Cada cuadro, cada florero, cada candelabro parecía tener una capa de polvo invisible.
Y entonces lo vio: sobre la mesa del estudio, dos sobres. Uno con su nombre. Otro, más pequeño, con el nombre de Adrian. Álex tembló al reconocer la caligrafía de Orfeo. Sus dedos, húmedos y entumecidos, rompieron el sello. El papel estaba ligeramente arrugado, como si las lágrimas de su amado lo hubieran manchado antes de secar.

La carta de Orfeo

No sé si estas líneas llegarán a tus manos. Pero necesito escribirlas para no enloquecer. Te amé, Álex. Desde el primer momento en que cruzaste mi vida. Pero ya no puedo soportar el miedo de verte marcharte una y otra vez. Dijiste que no te arriesgarías solo, que enfrentaríamos a Lucian juntos, pero elegiste irte. No te culpo o tal vez sí. No lo sé.
Lo único que sé es que cada vez que miro a Kai, veo el rostro del hombre que me prometió que nunca volvería a dejarme. Si alguna vez volvés a leer esto, ya será tarde. Kai y yo habremos partido. No busques redimirme. No busques culparme. Quizás, lejos de vos, logre recordar cómo respirar. Orfeo.

La hoja cayó de sus manos. El sonido fue tan leve, tan frágil, que dolió más que cualquier grito.

—No... —susurró, cayendo de rodillas— No puede ser...

Todo lo que había hecho, cada herida, cada sacrificio había sido por él. Y ahora no había nadie. Solo un vacío inmenso, una herida abierta que no cerraba. Lloró en silencio al principio. Luego el llanto se volvió un rugido ahogado, una mezcla de culpa y amor destrozado. Golpeó el suelo con los puños, repitiendo el nombre de Orfeo una y otra vez, como si al hacerlo pudiera traerlo de regreso.

Orfeo... perdoname... por favor...

Las lágrimas caían sobre la carta. El fuego de la chimenea, aún encendido, proyectaba sombras que parecían moverse con vida propia. Era como si la casa misma lamentara la partida de su amo.

Adrian y la otra carta

Adrian se acercó en silencio, sosteniendo su propio sobre. Su rostro aún mostraba las secuelas del cautiverio, pero en sus ojos brillaba algo más profundo: una mezcla de tristeza y decisión. Desdobló la carta que su hermano le había dejado. Su voz temblaba mientras la leía en voz alta, para que Álex también escuchara.

Hermano:
Si esta carta llega a tus manos, significa que ya no estoy ahí para recibirte. No fue por falta de amor, sino por miedo. Miedo a perder otra vez. No sé quién sos, ni qué vida tuviste, pero te reconozco como parte de mí. Y si alguna vez necesitás saber quién soy, buscá a Álex.
Él tiene mi corazón, incluso si ya no quiere tenerlo.

Adrian apretó la hoja con fuerza, conteniendo el llanto. Miró a su cuñado, que seguía de rodillas, destrozado, y se acercó lentamente.

—Te amaba mucho —murmuró— Más de lo que imaginás.

Álex levantó la vista, los ojos rojos, sin poder articular palabra. Adrian lo ayudó a ponerse de pie y lo abrazó. Por un instante, ambos se sostuvieron mutuamente, como dos hombres rotos que solo tenían el consuelo del otro.

—Lo encontraremos —dijo Adrian con voz firme— A Orfeo. A Kai. Y cuando lo hagamos, vas a poder decirle que lo que hiciste fue por amor, no por traición.

Álex respiró con dificultad.

—No sé si me perdonará.

—Tal vez no —respondió Adrian— Pero si hay alguien capaz de destruir al monstruo que nos separó a todos, ese sos vos.

El despertar del estratega

La noche siguiente, Álex no durmió. Tampoco habló. Solo observó las luces lejanas de la ciudad desde la ventana de su habitación.
El reflejo de la luna se mezclaba con las lágrimas secas de su rostro. A su lado, el escritorio estaba cubierto de papeles, planos, nombres y direcciones. Los contactos que había heredado de Alaric ahora se convertían en su red de poder. Si Orfeo había elegido huir, él no tenía derecho a detenerlo pero sí la obligación de protegerlo.

Lucian había cruzado la última línea. Y aunque el corazón de Álex estaba roto, su mente estaba más afilada que nunca.

—Lo destruiré —susurró— Aunque me cueste el alma.

Adrian, que lo observaba desde el umbral, sonrió con un dejo de tristeza.

—Así que era cierto... —dijo—bTenés el fuego de los Archer.

Álex alzó la mirada. Sus ojos dorados brillaban con un destello que mezclaba dolor y decisión.

—No —corrigió— Tengo el fuego de quien ya no tiene nada que perder.

En las sombras

Mientras tanto, en un despacho en la cima de la ciudad, Lucian sonreía frente a las pantallas de vigilancia. Su club había sido destruido, pero su red seguía viva. Ahora no buscaba controlar la mente de Álex. Buscaba destruirlo desde adentro. Con un simple gesto, dio la orden a su asistente.

—Congelá las cuentas de Alaric Industries. Que las acciones se desplomen. Quiero verlo arrastrarse como el mendigo que alguna vez fue.

—¿Y el hermano? —preguntó la mujer.

Lucian sonrió con frialdad.

—Adrian es la llave. No lo mates todavía. Quiero que lo vea todo antes de que caiga.

Levantó la copa de vino y la sostuvo frente a la ventana.




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