El Amargo Secreto

La Habitación de los Recuerdos

La puerta se cerró con un suspiro detrás de Álex. El cuarto donde antes dormían dos cuerpos, dos corazones y mil promesas, quedó de pronto inmenso y frío. Las cortinas, corridas por la brisa, dejaban pasar fragmentos de la noche; la chimenea extinguida dejaba en la madera el mismo olor a hogar que ahora sonaba a ausencia.

Álex se dejó caer sobre la cama, donde aún quedaba la huella tibia del cuerpo que ya no estaba. Cerró los ojos y el pasado se desplegó como una película que no pedía permiso: la risa de Kai persiguiendo mariposas en el jardín, la forma en que Orfeo apoyaba la frente contra la suya mientras el mundo fuera se volvía irrelevante, la manera en que Orfeo llamaba a su hijo “mi sol” y lo miraba como si el tiempo se hubiese detenido. Cada recuerdo era una estocada y, sin embargo, una caricia.

Abrió los ojos y el dolor lo atravesó con claridad cristalina. No era odio ni desesperación sin sentido: era un dolor limpio, afilado, que le recordaba por qué había decidido todo aquello. Porque aunque el amor lo había hecho vulnerable, también le había dado fuerza. Y en esa fuerza se escondía su decisión.

Se levantó con lentitud y fue hasta el escritorio donde, meses antes, ambos habían arreglado el mundo con tazas de café y planes imposibles. Sobre la superficie, entre papeles y mapas, había una foto: Orfeo sosteniendo a Kai en brazos, el niño sonriendo con esa inocencia que hace romper a cualquiera. Álex apretó la foto hasta que el papel crujió entre sus dedos. No podía, no quería, conformarse con la carta, con la distancia, con la soledad.

Abrió el cajón y sacó un sobre blanco. Dentro, unas tarjetas de visita y un nombre: Detective Privado — Dante Rivas. Lo había llamado la noche anterior, con la determinación de quien no admite más excusas.

Afuera, la ciudad respiraba indiferente. Adentro, Álex prendió la luz del escritorio y marcó el número. La voz del otro extremo fue grave, profesional, sin compasión por los sentimientos que pesaban en el timbre.

—Rivas hablando. —Pausa— ¿Con quién tengo el gusto?

Álex tragó saliva. La voz parecía llegar desde muy lejos y, al mismo tiempo, era el ancla que necesitaba.

—Álex Lesath. — Dijo con voz firme, aunque el temblor se filtraba por debajo — Necesito que encuentres a Orfeo Moreau y a su hijo, Kai. Y que lo hagas ya.

Hubo un silencio breve, medido.

—¿Por qué tanto apuro, señor Lesath? —preguntó Rivas—. Hay líneas que no conviene cruzar.

—Porque no puedo vivir un día más sin ellos. Porque Lucian Delacroix los tiene en el centro de su juego y voy a arrancarlos de allí. —Álex dejó la frase suspendida, como quien entrega la esencia de su decisión.

Rivas exhaló con un dejo de comprensión.

—Dame 48 horas. Puedo rastrear su último movimiento, hablar con contactos en la frontera, revisar cámaras, reservas de vuelos y guardias privados. Tendré informes cada seis horas. ¿Financiamiento?

—Pon todo lo que haga falta — respondió Álex sin dudar— Y mantenlo en discreción absoluta. Si Lucian huele esto, los pierde más rápido.

—Entendido. —La voz se volvió eficiente — Te mando el primer reporte en seis horas. Y señor Lesath mantenga la calma. El pánico juega en contra de la verdad.

Colgó. El clic final fue una pulsación que cerró una etapa y abrió otra; la acción, más que la espera, le devolvía control. Control que Lucian había intentado arrebatarle. Control que ahora deseaba usar para traer de vuelta a su familia.

Adrian, que había permanecido en el salón, soltó el abrigo que traía y se acercó sin ruido. Sentó en el borde de la cama y miró al hombre que, minutos antes, había estado hundido en un mar de culpa.

—¿Y ahora? — preguntó con voz cálida, sin reproche, solo compañía — ¿Qué necesitas que haga?

Álex lo miró, la luz de la lámpara perfilando el borde de su rostro. Había en él una mezcla de cansancio y tempestad, pero también algo nuevo: una determinación que no pedía permiso.

—Quiero que estés conmigo. —Dijo con claridad— No solo para pelear a mi lado. Quiero que me ayudes a trazar el camino para traerlos de vuelta. Orfeo es el epicentro de todo lo que intento sanar. Adrian… necesito tu lealtad. Necesito tu ingenio. Tu sangre con la de él tiene peso. Y necesito que algún día veas a Kai reír en su casa, no en mi recuerdo.

Adrian asintió, con la seriedad de quien asume un juramento.

—No vine aquí solo para agradecerte lo que hiciste por mí —respondió—.Me quedo porque creo en lo que hacés. Y porque sé lo que Orfeo significó para nosotros. Te ayudaré a buscarlos, a planear, a esperar las fichas. No soy un héroe, Álex. Soy un hombre que quiere justicia.

Una sonrisa triste cruzó el rostro de Álex. Era una promesa humilde y, a su modo, inquebrantable.

—Mañana empiezas a revisar las redes y las últimas mochilas de Lucian. Yo hablaré con los contactos de Alaric en Europa y con los abogados que manejan el fideicomiso. No te pido que arriesgues tu vida en vano. Te pido que uses la cabeza que Dios te dio para que no cometamos los mismos errores.

Adrian se incorporó, con la determinación creciendo como una llama.

—Te prometo algo más: si Orfeo aparece y aún no está listo para volver, yo me quedaré con Kai. Lo cuidaré como si fuera mío. Y cuando llegue el día de verlos juntos, quiero estar ahí.

Álex cerró los ojos, aferrándose a esa promesa como a una cuerda en la tormenta. Entonces dio un paso hacia la ventana y miró el horizonte: la ciudad formada por luces, casas y silencios que no conocían el peso de sus decisiones. A lo lejos, la frontera, el rastro que Rivas debía seguir, la línea que separaba la noche del regreso.

Volvió al escritorio y sacó una libreta. En la primera página escribió en letras duras: ENCONTRAR A ORFEO Y KAI — PRIORIDAD MÁXIMA. Debajo, una lista de nombres, teléfonos y direcciones; al lado, la palabra RIVAS subrayada.

Al inclinarse, la lámpara proyectó su sombra alargada sobre el papel. En ese trazo oscuro se dibujó un juramento: no dejaría que la soberbia de su pasado, ni la maldad de Lucian, le arrebataran para siempre aquello por lo que había vivido. No perdería a Orfeo. No perdería a Kai. Y si el mundo debía arder para proteger ese núcleo pequeño, lo haría.




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