El Amargo Secreto

El Fin del Imperio

El viento del invierno rugía contra las ventanas, trayendo consigo un eco de soledad. La carta de Adrian descansaba sobre el escritorio, doblada con cuidado, como si fuese una reliquia. Álex la había leído tantas veces que ya conocía cada palabra de memoria, pero aún así no podía soltarla. La ausencia del cuñado, ese hombre enigmático que había buscado refugio y terminó huyendo, le dolía más de lo que quería admitir.

Sin embargo, no había tiempo para lamentos.
Lucian debía caer. Y cuando todo terminara, buscaría a Adrian y lo sacaría de la oscuridad que lo perseguía.

Encendió la chimenea y arrojó la carta al fuego. Las llamas la consumieron lentamente, iluminando su rostro con un resplandor dorado. En sus ojos se reflejaba una decisión férrea, casi sobrehumana.

—Juro que cuando todo esto acabe, te encontraré, Adrian. Pero antes… voy a destruirlo.

El rastro del monstruo

La información de Rivas era precisa: Lucian se había refugiado en su mansión principal, en las afueras de la ciudad. Sus hombres, desesperados, habían reforzado la seguridad. Era el último reducto de un imperio podrido que había sobrevivido demasiado.

Álex se vistió de negro. El abrigo largo, los guantes de cuero, la mirada helada. Su reflejo en el espejo era el de un hombre que había amado, perdido y decidido convertirse en su propia justicia.

En el bolsillo interior del abrigo guardó un pequeño colgante que pertenecía a Orfeo: una insignia de plata con la inicial de su nombre. Era su amuleto, su escudo invisible.

—Esta vez —susurró— no fallaré.

La guarida del demonio

La noche cayó densa y sin luna. La mansión de Lucian emergía en medio de la neblina como un monstruo de piedra. Las ventanas, iluminadas tenuemente, parecían ojos observando cada movimiento. Álex cruzó el portón principal sin detenerse. Los guardias apenas tuvieron tiempo de reaccionar: los derribó con precisión quirúrgica, silencioso, letal. El eco de los disparos se perdió en la tormenta.

Al llegar al salón principal, lo vio. Lucian lo esperaba sentado en un trono de mármol, rodeado de copas de cristal y retratos antiguos. El humo del incienso se mezclaba con el olor del vino derramado. Vestía de blanco, impecable, como si el pecado nunca lo hubiese rozado. Sonrió con esa arrogancia característica que una vez había confundido al mundo.

—Al fin decidiste venir —dijo, con voz suave— Aunque debo admitir… esperaba que trajeras compañía.

Álex no respondió. Su silencio fue más intimidante que cualquier amenaza. Lucian se levantó lentamente, tomando la copa.

—¿Qué? ¿Orfeo no quiso acompañarte? —rió con ironía— Claro que no. Al final, tu amado te dejó absolutamente solo… entregándote a mí. Eso no es amor, Álex. Eso es compasión mal entendida. Te idolatró por lo que reflejabas, no por lo que eras. Y cuando se cansó, huyó con su hijo.

—Cállate —gruñó Álex, la mandíbula tensa.

—¿La verdad duele? —Lucian avanzó un paso, su voz tornándose venenosa— Yo estuve ahí, ¿recordás?
Vi cómo te debatías entre su amor y tu orgullo.
Y ahora mírate….Solo, olvidado, traicionado. Ni siquiera tu cuñado se quedó a tu lado. Todos terminan huyendo de vos.

Álex lo miró, impasible, aunque en su interior el corazón golpeaba con rabia contenida.

—Tal vez sí me dejaron solo —dijo con calma—, pero no estoy vacío.

Y eso es algo que nunca vas a entender, Lucian.
Porque vos no amás, vos poseés. No vivís, parasitás.
Y eso se acaba hoy.

Lucian sonrió, con esa expresión de depredador que precedía a la tragedia.

—¿Y qué harás? ¿Matarme? No podés. No después de todo lo que compartimos.

—No compartimos nada. Vos me robaste, me manipulaste, me usaste.
Y ahora… solo vas a devolverme lo que me quitaste.

Lucian estalló en una risa amarga, casi histérica.

—Entonces hacelo. Terminá lo que empezaste. Convertite en mí.

Álex alzó el arma.

—No, Lucian. Yo no me convierto en monstruos.
Yo los entierro.

La caída del Imperio

El estruendo del disparo cortó la noche. Lucian retrocedió un paso, incrédulo, observando la mancha roja expandirse sobre su camisa blanca. Intentó hablar, pero la sangre le llenó la garganta. Álex no pestañeó. Dejó que el cuerpo se desplomara al suelo con un sonido sordo, y luego dio media vuelta sin mirar atrás.

A su alrededor, los guardias heridos yacían en el suelo, el fuego comenzaba a propagarse por los cortinados empapados de vino y combustible. Las llamas crecieron con rapidez, devorando alfombras, retratos, memorias. La mansión de Lucian ardía como un templo profano en ruinas. El imperio que había construido sobre la manipulación y el miedo se desmoronaba ante los ojos de su ejecutor.

Álex caminó hacia la salida, el calor lamiendo su espalda, las llamas reflejándose en sus ojos dorados.
No se detuvo, no volteó. Cada paso era una liberación. Cada chispa, una absolución. Al cruzar los portones, la explosión final retumbó como un rugido en la noche. El fuego se elevó al cielo, teñido de rojo y dorado, iluminando la nieve que comenzaba a caer. Álex se detuvo solo un instante y murmuró con voz serena, sin odio, sin emoción:

—Adiós, Lucian. Que tus cenizas se mezclen con tu mentira.

Se ajustó el abrigo y se perdió entre la ventisca, dejando atrás el humo, el fuego y el pasado. Su silueta se desvaneció entre la nieve, caminando hacia un nuevo amanecer. No había más cadenas. Solo la promesa de cumplir su palabra: encontrar a Adrian y poner fin al dolor de ambos.




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