—Esto es por todos los que dañaste —susurró con voz temblorosa— Y también por mí.
Se dio media vuelta. El fuego se reflejaba en sus ojos dorados como una cicatriz de lo que fue y jamás volvería a ser.
El eco del triunfoLos días siguientes fueron una avalancha de titulares.
Las pantallas de la aristocracia, los periódicos de la alta sociedad, todos repetían el mismo titular con distintas palabras:
Cae el Imperio de Lucian Drakovich.
El magnate del placer y la corrupción, hallado muerto entre las ruinas de su mansión.
Su fortuna desaparece sin dejar rastro; sus socios, bajo investigación.
Los mismos que una vez lo temieron, ahora fingían nunca haberlo conocido. Los que lo envidiaban, hablaban con falsa pena. Y entre las sombras del mundo financiero, se murmuraba el nombre de quien había ejecutado la justicia que nadie se atrevía a tocar: Álex .
Él, sin embargo, permanecía apartado, replegado en silencio, observando el caos mediático desde el ventanal de su residencia en las montañas. Cada informe policial, cada nota periodística, confirmaba lo que su corazón ya sabía: Lucian estaba muerto, pero el daño que había dejado aún vivía en las grietas de los que amó.
La promesaÁlex se acercó al escritorio. Sobre la madera descansaba un retrato antiguo de Orfeo y Kai en un jardín de flores. Los dos sonreían, y la imagen le perforaba el alma con una nostalgia insoportable.
—Orfeo… —susurró, apoyando los dedos sobre el marco— Te juré que nunca dejaría que ese demonio tocara a nuestra familia. Cumplí mi palabra. Ahora debo cumplir la segunda: traer a tu hermano de vuelta.
Abrió un mapa extendido sobre el escritorio. En él, múltiples marcas en tinta roja trazaban la ruta de los últimos lugares donde Adrian había sido visto. El investigador que había contratado le había enviado las primeras coordenadas: un puerto del norte, cerca de la frontera, donde alguien con su descripción había comprado un pasaje con nombre falso. Álex se puso de pie, tomó su abrigo y guardó el colgante de Orfeo en el bolsillo.
—Adrian, no volverás a huir. No esta vez.
La aristocracia en ruinasMientras tanto, en la ciudad, la aristocracia entera se encontraba convulsionada. Los socios de Lucian eran interrogados, los bancos congelaban cuentas, los rumores de chantajes y asesinatos se multiplicaban. Las columnas sociales se llenaban de nombres tachados, alianzas rotas y fortunas desplomadas.
Algunos lo llamaban justicia divina. Otros, venganza. Pero todos sabían una cosa: nadie volvería a desafiar al heredero del imperio de Alaric Valcourt. A espaldas de las cámaras, los magnates que alguna vez intentaron comprarlo o destruirlo ahora se inclinaban ante su poder. Sin embargo, Álex ya no pertenecía a ese mundo. Había probado la soledad, el dolor y la traición, y comprendía que el lujo no valía nada sin aquellos que le daban sentido.
El viajeEl tren partió al amanecer. Álex, sentado junto a la ventana, observó cómo el paisaje nevado se deslizaba lentamente. Sus pensamientos eran un laberinto de recuerdos: la sonrisa de Orfeo, las travesuras de Kai, la mirada perdida de Adrian la última vez que lo vio.
—Donde sea que estés, te encontraré —murmuró, apoyando la frente contra el cristal helado— Y cuando te encuentre… te traeré de regreso a casa.
Fuera, la nieve caía con la serenidad de un manto purificador. Dentro, su corazón ardía con el mismo fuego que había consumido a Lucian.
En las sombras del norteA cientos de kilómetros de allí, en un pequeño pueblo costero, el nombre de Adrian empezaba a circular entre los pescadores locales. Un hombre joven, de rostro pálido y mirada asustada, había alquilado una habitación barata y apenas salía de noche. Nadie sabía su verdadero nombre. Solo que a veces despertaba gritando, y que cada vez que oía pasos, se escondía bajo la cama.
El pasado lo seguía como un fantasma. Y aunque no lo sabía aún, su cuñado ya estaba en camino. Esa noche, desde el tren, Álex observó a lo lejos un resplandor anaranjado en el horizonte. Era el incendio de las ruinas de Lucian que aún no se extinguía del todo. Un símbolo de todo lo que había perdido y de lo que aún debía recuperar.
Se recostó en el asiento y cerró los ojos, dejando que el sonido del tren lo arrullara. Su cuerpo descansaba, pero su mente seguía despierta. El pasado había ardido pero las promesas aún estaban en pie.
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Editado: 30.10.2025