Llevaba días sin dormir. Las horas se habían fundido entre informes, llamadas y direcciones equivocadas. Y aun así, su determinación seguía intacta. Encontrar a Adrian ya no era una opción, sino una deuda moral.
La muerte de Lucian no había puesto fin a todo, como había creído. Había hilos invisibles, manos que seguían moviendo piezas. Y en algún punto de ese tablero, Adrian era la clave.
El rastro heladoEl investigador privado se acercó con paso apresurado.
—Señor Valcourt, conseguimos más información. Adrian Orlov no desapareció del país. Lo han visto en una aldea más al norte, cerca del paso de las montañas Nevren.
—¿Está solo?
—No. Lo acompaña un hombre. Nadie sabe su nombre, pero se hace llamar “el médico”. Algunos dicen que atiende a los enfermos del pueblo sin cobrarles un centavo… otros, que experimenta con ellos.
Álex frunció el ceño.
—¿Y Adrian?
—Parece… debilitado. Algunos lo describen como un hombre con la mirada perdida, que a veces habla solo.
El silencio se extendió entre ambos. Álex apretó los puños.
—Prepárame un vehículo. Partimos de inmediato.
Mientras el investigador corría a cumplir la orden, Álex quedó mirando el horizonte gris del mar. El aire helado le golpeaba el rostro, pero no lo sentía. La promesa que había hecho seguía latiendo como un faro dentro de él: encontrar a Adrian, traerlo de regreso y reparar todo lo que el pasado había roto.
La aldea del silencioDos días después, llegó a la aldea. Un grupo de casitas de madera, dispersas entre montañas cubiertas de hielo, formaban un paisaje desolador. Las chimeneas humeaban débilmente, y los aldeanos caminaban con los rostros cubiertos por bufandas. Una mujer anciana lo observó desde la puerta de una tienda.
—Busco a Adrian Orlov —le dijo Álex, mostrando una fotografía.
—Ah… el forastero —respondió ella con voz ronca—
Vive en la cabaña junto al lago congelado. Con el doctor.
Álex la miró con atención.
—¿El médico? ¿Cómo se llama?
—Nadie lo sabe —susurró ella, bajando la voz—. Pero no es de fiar, señor. Lo trajeron hace años, huyendo de algo. Siempre habla de “curar las mentes”, pero la suya parece la más enferma de todas.
La advertencia le heló la sangre, pero no se detuvo.
Siguió el sendero que conducía al lago. El aire era tan frío que dolía respirar.
La cabaña era pequeña, apenas sostenida por madera vieja. Una tenue luz se filtraba por las rendijas. Álex se acercó con cautela, empuñando el arma. Tocó una vez, sin respuesta. Tocó otra, más fuerte. Nada. Decidido, empujó la puerta.
El interior olía a medicinas y humedad. Había frascos de vidrio sobre una mesa, libros abiertos, y al fondo, un hombre dormía sobre una camilla metálica. Tenía el cabello oscuro y el rostro demacrado. Adrian. Álex se acercó, el corazón latiendo con fuerza.
—Adrian… soy yo. Soy Álex.
Pero el otro no se movió. Solo murmuró algo entre sueños, una palabra ininteligible:
—Orfeo…
Álex sintió un nudo en la garganta. El hermano de su amado estaba vivo, pero quebrado. Intentó tocarle el hombro, y entonces una voz resonó a sus espaldas.
—No deberías estar aquí, señor Valcourt.
Álex se giró. Un hombre alto, de ojos azules y sonrisa cortés, lo observaba desde la puerta con una linterna en la mano. Su bata blanca estaba manchada de tinta y su mirada era inquietante, demasiado fija.
—Usted debe ser el famoso heredero que incendió un imperio —dijo el médico con serenidad— Admiro su determinación. Pero este hombre es mío.
—Adrian no es de nadie —respondió Álex con frialdad— Vengo a llevármelo.
—Oh, lo dudo mucho —sonrió el médico— No después de todo el trabajo que me ha costado mantenerlo obediente.
El tono de esa palabra lo llenó de alarma. Álex desenfundó el arma.
—Aléjese de él.
El hombre dio un paso más, sin perder la sonrisa.
—¿Cree que puede salvarlo? Él ya no recuerda quién es. Ni siquiera recuerda a su hermano. Ni a usted. Yo lo reconstruí, lo hice útil. Le di un propósito cuando el mundo lo desechó.
—No, lo destruiste —replicó Álex, su voz temblando de ira contenida— Y voy a sacarlo de aquí.
El médico suspiró, como si lamentara algo.
—Entonces supongo que ya no hay más que hablar.
Un movimiento veloz, un bisturí oculto bajo la manga.
Álex lo esquivó por centímetros. La lámpara cayó al suelo, y la cabaña se iluminó con destellos rojos del fuego del horno.
La pelea fue brutal. Golpes secos, respiraciones entrecortadas, el ruido del metal chocando contra el suelo. El bisturí voló por los aires, y el médico cayó de rodillas.
—Él… no podrá sobrevivir sin mí —jadeó—.
—Entonces morirás tú —gruñó Álex, golpeándolo hasta dejarlo inconsciente.
Corrió hacia Adrian y lo levantó en brazos. El fuego empezaba a extenderse por las cortinas y el techo.
Salió al exterior mientras la nieve caía pesada, cubriéndolos a ambos. Adrian abrió lentamente los ojos. Sus labios se movieron apenas.
—¿Quién… eres?
Álex lo sostuvo con fuerza.
—Alguien que te sacará de este infierno.
El mensaje inesperadoHoras después, en una posada cercana, Álex lo acomodó en una cama. El fuego crepitaba en la chimenea, y Adrian dormía bajo varias mantas. El investigador entró, empapado por la tormenta.
—Señor Valcourt… acaba de llegar un mensaje urgente.
—¿De quién?
—De ultramar.
Álex frunció el ceño y tomó el sobre. El sello le resultó familiar: una rosa negra, símbolo de la familia Orlov.
Rasgó el papel y leyó:
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Editado: 30.10.2025