Rotsi
—¿Novio? —repite incrédulo, acercándose un paso más. Intenta disimular el asombro, pero le sale fatal—. ¿Qué es eso?
Mario, ajeno a la verdadera procedencia de la caca parlante, observa confundido al moreno. Aunque son de la misma estatura, Poop parece más alto que él por la forma altiva en que se planta frente a todos. No sé exactamente de dónde viene, pero su aire de superioridad y la manera en que mira alrededor me hace pensar que se cree más que todo el mundo. Claro que, en este caso, también está confundido, gracias a lo que acabo de soltar.
—Es algo bueno, muy bueno. Como un rey —le explico entre dientes. Él asiente emocionado, hinchando el pecho como pavo real. Yo coloco una mano sobre su torso y trato de imitar la pose más seductora que alguna vez vi en una revista barata o en alguna serie de Netflix—. Espérame en la alcoba, cariño. Me despido de Mario y terminamos lo que habíamos empezado.
—¡Sí, por favor! —exclama con entusiasmo desbordado. De repente, aprieta el bulto que tiene entre las piernas con ambas manos, como si reforzara mi mentira sin saberlo. Mario abre los ojos como platos—. Quiero que me ayudes a explorar todo esto —continúa, inocente a todo—. Y que me saques todo lo que llevo acumulado adentro. Debes ser una experta en sacarlo todo y espichar granos...
Presiono mi dedo contra sus labios para callarlo. Él me sostiene la mirada, y por un segundo parece alarmado por algo que no logro descifrar. Me quedo quieta, atrapada en esos ojos extraños que parecen estudiarme. Pero nuestro pequeño instante de cercanía se rompe de inmediato con la voz chillona e irritante de mi ex. Dejo de mirarlo y vuelvo a la realidad cuando Mario insiste con sus quejas sobre el maldito comentario.
—Vale, si tanto te mortifica que dañe la reputación de Anna, elimina el comentario desde tu cuenta y ya está. Ahora, márchate de mi casa que tengo cosas que hacer.
—¡Sí, muchas cosas! Ella necesita tocarme el codo y… —Poop se mete otra vez en la conversación, y yo le planto de nuevo el dedo en la boca antes de que termine su disparate—. ¿Cómo es tu codo? —pregunta con total inocencia, apartando apenas mi mano—. ¿Tú también tienes un grano? Déjame ver el tuyo…
Lo empujo con desesperación antes de que siga hablando, y él se encamina hacia el pasillo que conduce a mi habitación. Aún así, tiene tiempo de gritar por encima del hombro:
—¡Fue un placer conocerte! Me llamo Cacamilo.
Me froto la frente con frustración, pero apenas levanto la mirada me encuentro con la expresión de Mario. No sé si es burla, celos o simple incredulidad, pero su media sonrisa me crispa los nervios.
—¿Conque ahora tienes novio? —su tono rezuma sorna.
—¿Debería importarte? —respondo y la poca sonrisa se borra de su rostro. El impulso de refutar se ve interrumpido cuando el teléfono en su mano suena y él sale, por fin, de mi casa contestando la llamada.
Es en ese momento en que entro en pánico.
¡Santa Cacatalina del perpetuo socorro!
¿Qué acabo de hacer?
Ahora Mario le dirá a Anna de mi supuesto novio, Anna se lo contará a su grupo de amigas, y ellas, como las buenas chismosas profesionales que son, lo regarán por toda la facultad de Contabilidad. Y cuando me dé cuenta, ¡toda la universidad sabrá del inexistente “Cacamilo”!
Debo hacer algo. Tengo que solucionarlo ya.
Camino directo hacia el causante de este caos monumental y lo encuentro muy entretenido mirando el cojín. Lo examina tocándole los ojos de corazón, lo voltea, lo aprieta palpando el algodón que lleva por dentro, incluso lo huele. Al parecer, toda esta situación todavía le resulta una locura.
Decidida, me acerco, lo empujo del pecho y lo lanzo contra la cama.
Su cara cambia de inmediato. Estoy segura de que no tiene ni la más mínima idea de lo que voy a hacer. De hecho, por cómo sonríe, parece convencido de que se viene “algo bueno”.
—¿Qué haces? —pregunta con ojos brillantes, justo antes de quedar completamente perplejo cuando tomo el cojín y se lo planto encima de la cara.
Apoyo mis manos con toda la fuerza de mi cuerpo, como si mi vida dependiera de eso, evitando que se mueva o levante de la cama.
—¡Entra! ¡Devuélvete por donde viniste! —grito desesperada mientras restriego el cojín contra su cara como si eso fuera a resolver mi vida. Tiene que hacerlo.
Él, también desesperado por falta de aire, me toma de las muñecas y logra apartarme.
—¡Yo no salí por ahí! —jadea, agitado, con las palabras entrecortadas mientras recupera el aliento.
—¡Sí lo hiciste! ¡Regresa! —agarro de nuevo la almohada en forma de caca para obligarlo a “entrar”, pero esta vez me la arrebata de las manos.
—Está bien, está bien… ¡Ya entro! Pero esa no es la manera —dice, lanzando el cojín al suelo. Y entonces, empieza a saltar sobre él. Sí, a saltar. Brinca una vez. Brinca otra. Y otra. Hace una pausa dramática, toma aire, y vuelve a saltar. Finalmente, se sube a la cama y se lanza de ahí como si con más potencia lograra el milagro. Pero nada pasa—. Lo siento… —se disculpa al fin, agotado, con el sudor resbalándole por la frente—. No puedo.
Se deja caer rendido en el puf de forma de caquita —por supuesto—, resollando como si hubiera corrido una maratón. Brincar muchas veces lo dejó agotado, pero no me importa, porque todo lo que quiero es que se devuelva por donde vino y fingir que absolutamente nada de esto ocurrió.
—Claro que puedes y lo vas a hacer. ¡Ahora! —cojo el cojín de nuevo, pero él se levanta del puf de un salto ágil, esquivándome.
—Espera, espera… Creo que estoy recordando algo —alza las manos frente a mí, para que no me acerque más a él.
—¡Perfecto! Recuerda qué hacías cuando llegaste aquí, eso puede ayudar… ¿Cómo lo hiciste? ¿Cómo llegaste?
—Ya te dije que fue por el vapor, pero… —frunce el ceño, como si buscara entre cajones vacíos de su memoria— todo fue tan confuso… siento que hasta se me han borrado algunos recuerdos. Lo único que sé es que yo no lo hice. Lo hiciste tú.