Termino con la tortura del papel higiénico y salgo del baño. Me dejo caer en la cama, abatida, con la sensación de que el colchón me traga. No sé qué hacer ni por dónde empezar.
Las veces que he actuado por impulso, con desesperación, la vida me ha demostrado que todo termina mal. Y ahora, ¿qué haré con una caca viviente en mi apartamento? ¿Cómo podré salir bien librada de todo esto? Otra mentira, una más, me alcanza y me golpea directo en la cara.
Sé que mentir está mal. Lo sé desde que tengo ocho años. Aprendí la lección de la peor manera, cuando le dije a mamá que papá estaba hablando con una mujer en la calle y que se habían despedido con un beso en la boca. La verdad fue que aquella mujer era una vendedora de biblias y como papá no me había comprado un helado inventé una historia para que mamá lo castigara. El castigo se convirtió en una pelea, la pelea en casi un divorcio y al final entendí que lo que parece una mentirilla piadosa puede crecer como bola de nieve hasta convertirse en una avalancha. Una avalancha que arrasa con todo.
Y justo ahora, mientras miro el techo con un nudo en el estómago, sé que esa avalancha acaba de empezar.
Tarde recordé las consecuencias de mentir.
Ya dije que un Poopman era mi novio y estoy segura de que eso no traerá nada bueno. Pero, en mi defensa, ver a Mario defendiendo a Anna me empujó a inventarlo. No tuve otra opción en ese momento.
El timbre vuelve a sonar. ¿Otra vez? Me levanto de la cama refunfuñando y camino hasta la puerta. Seguro es Mario de nuevo y estoy lista para gritarle en la cara cuando la abro de golpe, pero no lo es.
Es Don Humberto, mi vecino metiche del piso de abajo. Ese hombre que parece haber nacido con el don de estar siempre en el lugar menos indicado o mejor indicado, depende como lo mire él. Si alguien se tropieza en el edificio, él lo ve. Si alguien cambia de pareja, él lo comenta en el grupo de WhatsApp. Y si alguien hace ruido a las once de la noche, él golpea el techo con la escoba.
—¿Todo bien? Escuché voces… y gritos… y… —estira el cuello intentando mirar más allá de la puerta.
—Sí, sí, todo perfecto, don Humberto. Una película de acción, ya sabe… a todo volumen. No se preocupe estoy…
—Hola soy tu novio —interrumpe Camilo extendiendo la mano a don Humberto—. ¿Quiere ayudarme con mi grano?
Se coloca detrás de mí sin camiseta, los pantalones de chándal colgando peligrosamente de su cadera y esa sonrisa de “mírame, soy irresistible”.
—Quiere decir mi novio. Eh, estamos bien, gracias por preguntar.
Corrijo, nerviosa y cierro la puerta de un portazo tan rápido que casi le reviento la nariz al pobre vecino.
Camino nuevamente a mi cuarto y él me sigue. Me tapo la cara con las manos y vuelvo a tirarme a la cama queriendo que el colchón me trague y no existir más.
—Mira —su voz me saca de mis pensamientos lastimeros, me reincorporo en la cama—, sé que esto no era lo que ninguno de los dos esperaba —se sienta a mi lado y, con calma forzada, intenta enderezar la situación—. Sin embargo, tenemos que mantener la cordura y no asesinarnos mutuamente. Lo que hiciste en el baño fue extremo; por un momento pensé que “el exterminador” acabaría con mi vida.
Hace una pausa como buscando las palabras correctas; yo respiro hondo para no soltar otro disparate.
—Ninguno planeó esto —continúa—, pero ya pasó. Está pasando. Soy real. Así que lo mejor es que empecemos adaptarnos. —Se levanta, adopta una pose presumida y me extiende la mano con toda la solemnidad de un presentador de televisión—. Nuestro primer encuentro ha sido un poco loco, así que me presento, Pile of poo.
¿Es en serio? ¿Se llama pila de popó?
Quiero reírme, y lo voy a hacer, pero la seguridad y la altivez con que lo dice me hace entender que no es un chiste. Retengo la risa, pero la comisura de mi boca se alza y estoy segura de que eso me delata.
—Pero me puedes decir Poomoji —continúa con la misma seriedad.
¿Piles of poo? ¿Poomoji?
Eso se escucha peor que Cacamilo.
—Soy Rotsi, pero puedes llamarme Ros —digo, y tras unos segundos finalmente acepto su mano. Intento convencerme de que es una persona normal, tal como se ve, y no la versión viviente de mi cojín de caquita.
—Si queremos que esto funcione, olvídate de que te llamas Poo, Poop, Poomoji o Pile of Poo —continúo, clavándole la mirada—. Eso es aún más vergonzoso. Tu nombre es Camilo. No Cacamilo. Ca-mi-lo.
—Ok. Camilo —asiente, repitiendo la sílaba como si estuviera aprendiendo un idioma nuevo.
—Eres mi novio y llevamos dos meses juntos… —camino de un lado a otro en la habitación mientras las mentiras se acumulan una tras de otras en mi mente—. No eres de aquí; vienes de…
—Emojiland —termina él con entusiasmo.
—No. No puedes decir que vienes de Emojiland. Tendría que explicar demasiado y al final me tacharán de loca.
—Ok. No vengo de Emojiland.
—Diremos que… —titubeo, porque no quiero inventar más— eres primo de Lara. Algo así como un primo muy, muy lejano.
—Ok. Primo de… —se interrumpe—. Espera, ¿esa no es la que me odia?
—No es que te odie, solo que no le gusta mi obsesión contigo.
Me mira fascinado, como quien recibe el mejor cumplido del mundo. Está claro que le encanta ser idolatrado.
Suspiro.
La noche ya cae y hemos pasado el día entero en esto. Supongo que ya es suficiente por hoy.
—Está bien. Dejémoslo por hoy —decido—. Me está doliendo la cabeza y tengo que entregar un trabajo de patronaje mañana. Voy a la cocina por un analgésico.
—¿Patro qué? ¿Anal qué? —pregunta, serio.
—Olvídalo —contesto, rodando los ojos.
Esto no va a ser nada fácil.
Mi cabeza no deja de repasar la enorme red de mentiras que he tejido. Sé que, tarde o temprano, esa bola va a rodar y a aplastarme.
Oigo los pasos de Poo detrás de mí, siempre demasiado cerca, como si fuera mi nueva mascota personal. Respiro hondo para no caer en la locura. Es como si tuviera una mascota, pero una que habla. Absolutamente incapaz de entender las reglas básicas de la convivencia. Es como un niño al que tienes que explicarle todo, paso por paso, con la diferencia de que es un hombre y yo no tengo la paciencia para ser su profesora.