Abro los ojos de golpe, asustada.
¿Qué ha sido todo eso? ¿Qué clase de sueño tan absurdo fue el que tuve?
Me incorporo un poco y miro alrededor. Las plantillas de la gabardina que estaba haciendo anoche están todas arrugadas, con mis trazos desordenados como si hubieran sobrevivido a un tornado. Me quedé dormida encima de los papeles.
El reloj en forma de caca en mi mesita de noche indica que me desperté una hora antes de la habitual para ir a la universidad. Cosa que no suele sucederme a diario, sin embargo, ese extraño sueño que tuve me hizo despertar con el corazón a mil.
Mi obsesión con las caquitas sonrientes ya roza niveles preocupantes.
Fue terrorífico ver cómo mi cojín cobraba vida y me perseguía por toda la casa rogando que le espichara “el grano” y luego, estaba Mario reclamándome y yo…
¿Qué fue toda esa locura?
Sacudo la cabeza, intentando olvidar la escena, y busco el cojín con la mirada. Está ahí, inofensivo, tirado a mi lado con sus ojos de corazones bordados. Respiro aliviada. Claro, sigue siendo lo que es: un objeto. No un moreno desnudo caminando por mi alcoba como en la pesadilla. Pienso en Lara y en que todo es su culpa por insistir tanto en dejar mi obsesión con poop.
Recojo los patrones del suelo y trato de organizarlos para que queden medio decentes para mi trabajo. Con los ojos todavía pegados por el sueño, voy directo a la cocina y agarro la caja de cereal junto con la de leche.
No sé por qué, pero pensar en leche me da escalofríos de repente.
Para mí levantarme a esta hora es como haber madrugado una semana entera. Estoy en modo zombie, viendo la nada, tratando de asimilar ese sueño rarísimo en el que un cojín con forma de caquita se convertía en un chico, guapo, además.
Me quedo mirando la caja de leche, blanca con manchas negras, y entrecierro los ojos. Me resulta sospechoso que esa vaca me sonría tan feliz. O sea, ¿quién sonreiría así después de que le espicharan las ubres para sacarle leche? Instintivamente me toco las mías y…
—¡Auch! —hago una mueca de dolor. Me he metido tanto en el papel de la vaca que hasta siento los pechos sensibles.
—También botan algo espeso. Como mi grano —dice una voz masculina detrás de mí.
Pego un brinco que casi me lanza al techo. El susto me despierta del todo. Giro y lo veo caminando hacia mí, con unas medialunas que adornan la parte de abajo de sus ojos, pero sonriendo como si acabara de inventar la cura contra el cáncer.
Por un segundo, mi cerebro niega lo evidente. ¿Quién rayos es? Pero en cuanto reconozco su cara —la cara que anoche intenté meter por el inodoro—, todo encaja. No fue un sueño. Los flashbacks del día anterior se me repiten como una película en cámara rápida. Y con ellos, la realidad que preferiría seguir negando; tengo una caca viviente en mi apartamento.
—Ahora que lo sabes, espero que no lo sigas llamando grano, sino por su nombre.
—Ah, sí. Aprendí mucho anoche —responde con entusiasmo exagerado—. Leí toda la información al respecto e incluso vi algunos videos educativos. ¿No es fantástico todo lo que hace? ¿Sabías que…?
—Sí, claro —lo interrumpo rápido, levantando la mano—. Ya sé todo al respecto y no quiero ni imaginar qué viste.
Suspiro y vuelvo mi atención a la caja del cereal. Pero ahora el problema no es la vaca, sino el duende montado en su arcoíris, con ese estúpido traje verde y sonrisa torcida. Siento que me juzga. No sé si es que hoy me levanté de malas pulgas o qué, pero no estoy soportando ni a las vacas sonrientes ni a los duendecillos felices.
Camilo camina hacia la mesa donde me encuentro sentada y frunce el ceño al ver cómo continúo mirando la caja.
—No me digas que no has desayunado porque estás debatiendo si primero va la leche o el cereal —retira la silla para sentarse a mi lado en el comedor. Coge la caja de cereal y empieza a comer directamente de ella—. Yo estoy seguro de que primero va el cereal y después la leche.
—No. Primero va la leche y luego el cereal —tomo el tetrapack vierto el líquido en el bol, le arrebato la caja y echo las hojuelas—. Así no se ablandan tan rápido y puedo sentir cómo crujen en mi boca.
—Bueno… la verdad es que en Emojiland tengo sirvientes que lo hacen por mí. Así que no sé realmente cuál es el orden correcto —se encoge de hombros y sigue comiendo directamente de la caja.
—En fin —digo, dando por terminada la absurda discusión—, como sea que te lo comas, todo termina en el mismo lugar, y luego lo sacamos convertido en caca.
Me mira confundido. Sin querer he despertado otra de sus curiosidades.
Oh, oh.
Lo último que quiero ahora es hablar sobre mierda y su procedencia. Así que antes de que haga alguna pregunta me levanto de la mesa y voy hacia mi alcoba.
Me preparo para ir a clases. Hoy, por obvias razones, no me pondré mis medias de poop que tanto adoro ni el bolso con el mismo emoji que uso casi a diario. Esta vez me inclino por un conjunto “raro”, como acostumbro y elevo el atuendo con una boina a medio lado. Respiro hondo, anticipándome a la horda de comentarios despectivos que siempre recibo solo por ser yo y vestir como me da la gana. Aliso mi cabello corto con las manos, tomo el bolso y salgo.
Camilo me observa de arriba abajo, tal cual lo hace todo el mundo en la calle. Espero su comentario burlón, pero nunca llega. Al contrario, me halaga.
—Estás hermosísima, Ross.
¿Es en serio? ¿O está siendo irónico después de todas las pullas que le lancé ayer?
Ahora soy yo la que lo mira raro. Por alguna extraña razón, prefiero que se burle de mí —como siempre lo hace todo el mundo— a que me suelte halagos que siento hipócritas.
—Me encanta tu estilo y la seguridad con que lo llevas.
Parpadeo confundida. Seguridad, dice. ¿Yo, segura? Qué chiste. Soy todo, menos eso.