El Amor de mi vida

Capítulo 1 - Café y Colisión

El recuerdo del golpe de la puerta no era doloroso, sino humillante. Elena había entrado en el aula como si el pasillo fuera solo suyo y su mochila, llena de libros de texto, había hecho el resto del trabajo sucio. Lo que menos le molestó fue el golpe sordo, sino la expresión en el rostro del chico: una mezcla fugaz de sorpresa, dolor y, lo que la había mantenido en vela, una divertida indulgencia.

Se llamaba Alejandro. Lo supo por el compañero que se disculpó por ella. Desde entonces, cada pasillo, cada sala de lectura, cada aglomeración a la salida de clase se convertía en una búsqueda furtiva y ridícula. Ella, la estudiante ejemplar, la chica que analizaba la teoría de los juegos en su tiempo libre, estaba husmeando entre desconocidos por un rostro que apenas había visto. Es la intriga, se decía, de un evento inesperado en mi perfectamente organizado semestre. Pero su estómago se revolvía con algo más cálido y primitivo que la simple curiosidad.

Una semana después, el aroma a café quemado y pasteles azucarados de la cafetería la recibió como siempre. Estaba buscando su mesa habitual, escondida cerca de la ventana, cuando sus ojos tropezaron con una figura sentada sola. No estaba usando la camisa roja del incidente, sino una simple camiseta gris que definía sus hombros. Su pelo era oscuro, y tenía un libro abierto sobre la mesa, con su frente fruncida por la concentración.

Era él. Alejandro.

La bandeja de Elena, con su sándwich y su latte humeante, pareció volverse diez veces más pesada. Se quedó clavada, en medio del pasillo de bandejas, sintiendo el flujo de estudiantes desviarse a su alrededor. Se obligó a avanzar hacia la única mesa libre, que casualmente estaba demasiado cerca de la suya.

Respiró hondo y, con la valentía que normalmente reservaba para los exámenes orales, se acercó, no directamente.

"¿Esa es la mesa de Economía de la Felicidad?", preguntó, señalando el libro con la barbilla. Su voz salió demasiado aguda, casi un chillido.

Alejandro levantó la mirada. Sus ojos, del color de la miel en sombra, se clavaron en ella, y el ceño fruncido se deshizo en una sonrisa lenta.

"La misma," respondió, su voz grave y tranquila. "¿Te gusta el enfoque neoclásico o el de la economía del comportamiento?"

Elena parpadeó. Era una pregunta inteligente. Una pregunta que la obligaba a sentarse.

"El comportamiento, por supuesto," dijo, sintiendo que el color le subía a las mejillas. "El neoclásico es lindo en el papel, pero la gente real... bueno, la gente real abre puertas sin mirar."

Alejandro se rio, un sonido genuino y desenfadado. "Lo recuerdo. Mi hombro también lo recuerda. Soy Alejandro, por cierto, para que sepas a quién golpear la próxima vez."

"Elena. Y lo siento. De verdad. No soy tan torpe, usualmente."

"Yo no soy tan fácil de derribar, usualmente. Estamos a mano." Él deslizó su mochila de la silla de enfrente. "Siéntate. ¿Esa es tu recompensa por sobrevivir a la clase de Estadística?"

Mientras se sentaba, Elena sintió cómo la tensión inicial se convertía en una electricidad sutil. Comenzaron a hablar sobre sus carreras, pero rápidamente saltaron a la música, a un documental fallido que ambos habían visto y a la inexplicable adicción a un videojuego retro. No era solo que tuvieran cosas en común; era la manera en que hablaban. Él escuchaba, inclinándose un poco, haciendo preguntas que demostraban que realmente había procesado su respuesta. Ella, a su vez, se encontró revelando ambiciones que no había compartido con nadie.

El sol de la tarde se filtraba por las ventanas, arrojando largas sombras, y la cafetería se quedó en un silencio relativo. Se miraron, y Elena sintió una punzada de pánico. El momento se acababa.

"Debería... debería irme. Tengo un laboratorio," dijo, ya arrepentida de la mentira piadosa.

"Claro," dijo Alejandro. Recogió su libro y deslizó su teléfono por la mesa. "Pero si necesitas un consultor de hombros o alguien que te explique la paradoja de Easterlin, este es mi número."

Ella lo tomó, sintiendo el calor residual del plástico, y tecleó su contacto con manos temblorosas. "Alejandro. Gracias por el café y por no demandarme."

"Gracias a ti por la mejor colisión de mi semana," sonrió él.

Mientras Elena se alejaba, no sentía la emoción desenfrenada de un romance de película, sino una calma inesperada. Era una conexión, una base sólida. Y por primera vez desde que había entrado en la universidad, su vida perfectamente organizada había acogido un elemento de hermoso y promisorio desorden.




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