CAROL
Me acuerdo que dije que no tenía ni idea de lo que quería hacer en el futuro –futuro muy próximo, por cierto-, pero creo que me podría ganar la vida siendo paseadora de perros. Un trabajo que tiene sus ventajas y sus inconvenientes, pero una de las ventajas es que te sacas un buen dinero por cuidarlos durante una hora.
Saco a pasear a Buffy, Trufa y Caramelo desde hace seis meses ya. Los dos primeros son caniches y el último, un pomerania. La señora Miranda no se tomaba el tiempo suficiente para atender sus necesidades perrunas así que me ofrecí a hacer un mini sacrificio prestándome de ayuda cuando oí a los cachorritos llorar por primera vez.
No puede ser que una persona con perros no se moleste ni en sacarlos a pasear. Eso es un delito. Pero así gano dinero así que si Miranda se queda en su casa mejor.
Llevo a los cachorros al parque que hay cerca de mi vecindario. Es por la tarde y hay varios niños paseando con sus padres mientras disfrutan felizmente del globo que le han comprado al hombre que hay andando por aquí con un puñado de globos en forma de animal.
Me llega el recuerdo de papá llevándome justamente a este mismo parque después de haberme comprado un helado de mi sabor favorito: coco. Me entra un poco de melancolía, pero después se me pasa. Llevo tanto tiempo acostumbrada a mi vida actual que esto ya no me afecta tanto como antes.
Después de aproximadamente cuarenta minutos me llega una llamada al móvil. Es mi madre. Descuelgo el teléfono.
— ¿Mamá?
— Cariño, ¿me oyes?
— Sí, te oigo. ¿Todo bien? —pregunto al oír una mini respiración agitada.
— Sí, no te preocupes.
— ¿Y esa respiración?
— El ascensor está estropeado y me necesitan en el pabellón 10 —escucho un estruendo en la otra línea antes de escuchar a mi madre—. ¡Lo siento! —grita. Seguramente a la pobre persona a la que ha atropellado. Después vuelve conmigo—. Hoy tengo turno de noche. No me esperes despierta.
Escucho otro ruido mientras observo como Trufa echa un truño. Truño que voy a tener que recoger yo. Mamá vuelve a disculparse. Seguramente si no fuera la mejor de su área, ya la hubiesen despedido por daños al material y personal del hospital.
— Hay comida en la nevera —dice después de un silencio—. Me tengo que ir ya. Me requieren. Te amo, amor.
— Y yo a ti, mamá. Pásatelo bien —y cuelgo.
No creo que el extirpar un cáncer de un cuerpo sea con exactitud divertido, pero igualmente, el apoyo moral es muy importante.
Con la personalidad de mi madre, nadie creería que es médico. A mí también me cuesta creérmelo a veces, pero ya me hice a la idea hace años.
Guardo el móvil mientras suspiro por tener que quedarme en casa sola de nuevo. Después, meto mi mano en el bolsillo para sacar una bolsa de plástico. A continuación, me acerco al sitio donde Trufa ha dejado el regalito.
Abro la nevera para ver que no hay nada –absolutamente nada- que hacer para cenar. Mamá mintió. Seguramente, se le olvidó hacer la compra esta semana. De todas formas, meto el bote de kétchup que la señora Miranda me ha regalado después de haberme dado los ocho euros correspondientes a mi tarea. Según ella, es una recompensa extra para que así me pueda hacer una hamburguesa en condiciones, pero es que ni para eso tengo. Tendré que ir a comprar.
Me dirijo hacia la puerta después de haberme lavado las manos –he estado cuidando de tres perros y sus heces toda una hora- y cuando voy a coger el pomo, el timbre suena así que a la persona que está tras mi puerta le sorprende que abra la puerta tan rápido.
— Carol —sonríe.
— Afrodita —digo un poco sorprendida—. ¿Qué te trae por aquí?
— Es gracioso. En mi casa tenemos comida y especias de todo tipo —ríe un poco. Yo también rio. No solo por el simple hecho de que ha dicho “mi” en vez de “nuestra” sino porque es una buena forma de recordarme que yo no tengo ni una misera cebolla que comerme ahora mismo—. De todo —continúa—. Menos azúcar... Y cómo tú eres la única a la que más conozco de este vecindario, me preguntaba si podía prestarme.
¿Tienen de todo menos azúcar? ¿Está de broma? Una de las primeras cosas que coges al hacer la compra es azúcar. Al menos, eso es lo que hago yo.
— ¿Entonces? —pregunta ella.
— ¿Entonces? —repito como la tonta que soy.
— ¿Azúcar? ¿Tienes?
— Ah, sí —voy a meterme en casa, pero me paro un momento y la miro—. Un momento—y ahora sí, voy a por el azúcar.
Cuando se lo entrego, Afrodita sonríe. Guarda el bote de azúcar en uno de sus bolsillos de su pantalón vaquero y se queda ahí. Quieta. Frente a mi puerta. Sin dejarme pasar.
— ¿Necesitas algo más?
Ella asiente.
— Quería hablar contigo —me dice sonriendo—. Quiero decir que ahora somos amigas y las amigas hablan y pasan el tiempo juntas —levanta los hombros.
Sonrío un poco.
— Me encantaría hablar contigo —salgo de casa y cierro la puerta—. Pero ahora mismo no puedo. Tengo unos recados que hacer.
— No pasa nada. Te acompaño —sonríe ignorando el hecho de que se ha autoinvitado.
— Ehh, va a ser un camino largo. ¿Estás segura de que...?
De un movimiento rápido, enrosca su brazo con el mío y ambas empezamos a andar.
— No te preocupes —me sonríe—. Así hacemos ejercicio, que te viene bien.
Wow. A ver, es verdad que hace bastante tiempo que no voy al gimnasio, pero no hace falta que me lo recuerden. Sobre todo, si la que me lo dice es la chica más guapa del insti. Pero por alguna razón, algo me hace creer que no lo ha dicho con mala intención.
— Es por ahí —señalo un camino al ver que Afrodita me está conduciendo a un sitio que ni ella ni yo conocemos.
— Ah —se da la vuelta—. Haberlo dicho —ríe y tira de mi brazo para ir en la dirección correcta.