Había días en los que el amor le parecía un espejismo, un recuerdo difuso que se disolvía en la niebla del tiempo. Para ella, el amor no era más que fragmentos rotos de lo que una vez fue. Su corazón, aún herido, latía con la fuerza de la resignación, no de la esperanza.
Solía caminar por las mismas calles, donde antes se tomaban de la mano, donde sus risas resonaban como ecos de una felicidad que ya no reconocía. Ahora, esas mismas calles estaban llenas de sombras, y cada rincón le recordaba que había perdido más que una persona; había perdido una parte de sí misma.
Él había sido todo, y perderlo fue como perder el sentido del mundo. Las personas le decían que el tiempo lo curaría, que algún día volvería a amar. Pero esos eran consuelos vacíos para alguien que había conocido la plenitud y luego la caída.
Sin embargo, en el cruce de una de esas calles, en medio de su tristeza silenciosa, alguien la vio. Alguien que nunca había experimentado el peso de un amor, ni el dolor de su pérdida. Él la vio y sintió que el mundo se detenía por un instante. Sus ojos, cargados de melancolía, lo atraparon, y en ese momento, supo que su vida había cambiado.
Sin saberlo, ella le había robado la libertad de mirar a cualquier otra mujer. Para él, ya no existía más belleza que la que habitaba en esos ojos tristes y que parecían esconder un universo que él deseaba descubrir...
Editado: 26.09.2024