Las dos horas de viaje en auto con mi padre siempre eran en silencio, puro aburrimiento, a veces no entendía por qué insistía tanto en que fuera a pasar los fines de semana con él si ni me hablaba.
En esas situaciones, yo solía ir preparado: sacaba mis auriculares y me acomodaba en el asiento delantero con algún libro que tenía que leer para el colegio, al menos así adelantaba algo y usaba estas dos horas de aburrimiento en algo productivo.
Cuando llegamos saludé a la mujer de mi padre, Noelia, y a su hija, Julieta. Era un poco menor que yo y al principio no me agradaba —ni yo a ella—, pero le fui tomando cariño a fuerza de no tener internet y de no tener otros amigos en el campo. Porque la casa de mi padre quedaba literalmente en el campo, debíamos recorrer varios kilómetros para conocer a nuestros vecinos.
—Hoy van a venir mis amigas a dormir –me contó Julieta, ¡qué envidia! Yo siempre estaba lejos de mis amigos los fines de semana–. Te lo cuento para que te encierres en tu pieza cuando vengan –me explicó después–, se ponen raras cuando te ven.
—Bueno –me encogí de hombros–, pero me llevo tu televisor y tu play 2.
Julieta tenía la playstation 2 y al menos eso podía ayudarme a sobrellevar el aburrimiento, era un súper buen trato tener que estar encerrado en mi habitación toda la noche.
No me percaté en ese momento de que dijo “se ponen raras cuando te ven”, para mí siempre eran raras, pero quizá tenían una etapa de normalidad cuando estaban a solas con mi hermanastra, quién sabe.
Ese día me lo pasé jugando a matar zombies en mi habitación. En realidad no era “mi habitación”, sino una pequeña pieza para huéspedes genérica. Yo no tenía nada propio en esa casa.
—¡Leandro! –me interrumpió mi padre, cuando ya hacía rato que no entraba luz del sol por la ventana–. Ya está la comida, vení a poner la mesa. –Ese llamado me hizo percatarme de que me estaba muriendo de hambre sin darme cuenta.
—¡Ya voy! –le respondí, puse pausa al juego y me dirigí al comedor para obedecerlo y comer al fin.
—Somos siete –me dijo mi padre al pasar, cuando me vio dirigirme a buscar los platos. ¡Cierto! ¡Las amigas locas de Julieta! Lo había olvidado.
—¡Hola, Lean! —Las chicas vinieron corriendo–. Julieta no nos había dicho que estabas. –Esta chica se acercó a abrazarme, como si fuéramos grandes amigos.
—Estuve en mi habitación –les respondí, mientras me soltaba del abrazo y buscaba los cubiertos para siete personas–. Hola, qué gusto verlas.
Intenté ser amable, pero en el fondo me daban un poco de miedo. Otra de las chicas me saludó con un sonoro beso en el cachete.
—¿Y qué hacías que no nos viniste a saludar? —me preguntó en broma Maca, la pelirroja, mi amiga de Julieta preferida.
—Estuvo encerrado todo el día en su habitación –le respondió mi padre, riéndose–, creo que no va a querer contarnos lo que estuvo haciendo.
¡Qué incómodo! ¿Por qué tenía que ser así mi padre? Y ahí no sé qué pasó, pero lo siguiente que recuerdo es que se me cayeron todos los cubiertos al suelo. Me apresuré a levantarlos.
—Ahora vas a tener que lavarlos –me reprendió seca Noelia, la esposa de mi padre–, tocaron el suelo.
Esta mujer siempre era tan “amable” para pedir las cosas. Me limité a asentir y me dispuse a lavar los cubiertos.
—¡Yo te ayudo! –me dijo Macarena.
—No, linda—se apresuró a decir Noelia–, no hace falta, ustedes son las invitadas, sentate en la mesa, Leandro puede lavarlos solo.
—No hay problema –le respondió ella con una sonrisa–, entre los dos los podemos lavar más rápido.
Me pareció muy linda su actitud en ese momento.
—Gracias –le respondí en voz baja, ¡siempre me ponía en modo tímido cuando estaba ella! ¡Odiaba eso! Por suerte Maca tenía razón y los lavamos rapidísimo.
En la cena, las amigas de Julieta me invadieron con preguntas de todo tipo, cuál era mi color preferido (el verde), si tenía mascotas (sí, un gato), por qué no venía más seguido a visitarlas (venía todos los fines de semana al campo), qué me gustaba hacer en mis tiempos libres (escribir, leer, jugar videojuegos).
—¿Escribís? –me preguntó Macarena, súper interesada—. ¿Sos un poeta?
Desde ahí aprendí la importante lección de no contarle al mundo que escribo, al menos hasta no entrar en confianza con la persona, ¡me estuvieron molestando toda la noche con que les mostrara algo que hubiera escrito!
Les dije que no era un poeta, que escribía cuentos pero que no tenía nada aquí, que mis escritos estaban en un cuaderno en mi casa, pero me obligaron a prometerles que la próxima vez les iba a leer algo. Yo solo esperaba que la próxima vez que las viera se hubieran olvidado.