El Amor En Un Robot
Mientras las gotas de lluvia caen, las nubes se apiñan y todo ser vivo yace en hogar para dormir, un hombre regresaba a casa, ebrio, queriendo ser como el agua que cae en un océano pero sin llegar a un fin. Se trata de Marco Pérez, un científico experimentado en robótica avanzada, a quien ese mismo día, cuando el sol se encontraba en su apogeo, rechazaron con la gracia extintiva con la que se apagan las llamas de un incendio.
Aquella preciosa mujer, lleva por nombre Daina, es una mujer con curvas de riachuelo, una sonrisa con forma de arcoíris, un cabello que se extiende con la gracia de las más caudalosas cascadas, y, finalmente, unos hermosos ojos que le hacen competencia a las mismas nebulosas. Sin duda, el científico, vagante del horrible desierto presente en la realidad, había encontrado belleza en un oasis… del que no podía ni beber…
De vuelta al mundo real, con su arraigada depresión, Marco yacía en su sillón, ciertamente devastado, sin poder su mente pensar en algo con filtros de azul. Hacía tiempo que se había prometido no volver a beber, pero ahí estaba, en su séptima botella, creyéndose finalmente, que su vida no tenía sentido. Que sus planes contribuidores de la sociedad, no servirían, a su hijo decepcionaría, y en ese espiral, solo podía pensar en lo poco descabellado que es ahora para su mente hacerse desaparecer a sí mismo.
En eso, a sus oídos llegan atronadores sonidos de alguien tocando la puerta, que aunque no era tan fuerte, a él le llegaban como sonidos de globos reventándose. Decaído, y sin fuerzas, se levanta vacilante, para abrir la puerta. Al hacerlo, se encuentra con su hijo, Antonio, quien no había visto a su padre en ese estado desde que su madre había muerto.
El padre casi cae tras saludar a su hijo, este lo atrapó en el aire de súbito, y en sus brazos lo llevó de vuelta al sillón. Se sentó a su lado, e intento hablar con él sobre lo que había pasado. El padre solo pudo decir: “me rechazó” como resumen, y el hijo lo entendió todo, y se quedó junto a su padre, dejando que se distendiera, evitando que siguiera bebiendo. Más o menos para cuando los grillos dejaron de cantar, y las lágrimas de sus ojos pudieron cesar, el padre pudo sentarse, sobrio, a hablar con su hijo para poder correr sus cortinas azules.
―¿Ya te sientes mejor? ―pregunta el preocupado hijo de repente.
―Si, hijo, gracias por preguntar ―responde el aún consternado padre.
―¿Cómo pasó?
―Pues… lo simple. Fui con ella, sonriente y tratando de lucir radiante y decente, con orquídeas en una mano y avellanas naturales en la otra ―suspira―. Ella fue muy amable en todo momento, es muy noble, me recordó a los gases nobles… tan perfecta ella… platicamos por un rato, me daba cuenta de que ella solo me respondía, no me hablaba, y sus gestos me dieron a entender que se aburría. Al final, todo terminó con el menos afilado cuchillo que alguien me podría clavar, me rechazó, pero de una forma tan sensible y dulce, que no me fui tan triste como estoy ahora. Claro, que la depresión solo me asediaba, pues ya ves como estaba ―se limpia una lágrima que se le escapaba.
―Hablas de ella como si se tratase del ser más puro que hay, incluso te rechazó como un ángel.
―Si… hijo. Eso es lo más triste, no me lo recuerdes.
―Qué lastima que no puedas tomar sus sentimientos y colocarlos en algún robot tuyo ―argumenta soltando una ligera carcajada al tiempo que se levantaba― bueno, padre, me voy a acostar. Hoy ha sido un día duro, a mí me también me rechazaron hoy, y no he dejado que me afecte para oírte a ti… necesito tiempo a solas ―declaró al aire mientras que una lágrima atrevida se le escapaba de su ojo izquierdo.
El padre no pudo responder ya que el hijo se había marchado, pero en su cabeza se introdujo la primera frase del hijo como un halo de luz en un poso oscuro: “tomar sus sentimientos y colocarlos en un robot”. Ese pensamiento inundaba sus penas y las transformaban en oportunidades, era su hora de redimirse.
Entonces, determinado y en su mente los ideales despejados, se levanta y se dirige a su cuarto para buscar una foto de la chica. Una vez en su mano, va rápidamente a su laboratorio como visionario, y se pone manos a la obra.
Varias veces, el hijo se despertó en la noche por tanto estrépito de diferentes tipos, pero intentaba no prestarle atención, y solo volvía a dormir sobre su húmeda almohada. La luna, con su luz, intentó toda la noche ver qué hacía el científico, pero sin darse cuenta, el sol interrumpía y tenía que retirarse a escuchar los secretos de otras personas en otra parte.
Cuando el sol envío rayos despertadores de luz a través de la ventana de Antonio, este se permitió despertar no tan contento como la estrella, para dedicarse a prepararse para el día. Una vez vestido, iba a hacerse el desayuno cuando nota, finalmente, la ausencia de su padre. Recuerda entonces todo el ruido en su laboratorio, y se digna a ir para revisar la actividad de su padre la noche pasada.
Al bajar las escaleras, lo primero en recibirlo es una oscuridad. Libera la luz corriendo las cortinas, y descubre a su padre recostado sobre su escritorio. Debajo, había lo que parecía ser un plano. Tal parecía que su padre trabajaría en algo nuevo. Sonríe a la vez que cubre a su padre con una cobija cercana, y se retira a preparar el desayuno para ambos.