Dos meses sin ti.
Las olas rozan mis pies, dejo que la blanca espuma juegue con el dobladillo de mis pantalones, la briza empieza a calentarse por los tenues rayos del amanecer, cierro mis ojos respirando el embriagante olor del mar Caribe.
Mi corazón, nuevamente, el culpable del insomnio. Ese sueño recurrente ha hecho de mí un noctámbulo, abandonar mi mullido colchón es la única opción para apaciguar el magistral y doloroso galopar de mis latidos que semejan a un purasangre. Los suspiros que tan siquiera intentan llenar mis pulmones son insuficientes, ya que el resto de mis sentidos están adormecidos.
Solicito permiso al mar para adentrarme; el Caribe abraza mis tobillos, unos pasos más y mis rodillas vibran ante el contacto del agua salubre, varios pasos más y mis caderas son bailadas por el oleaje que danzan sobre ellas, quisiera avanzar, pero mi alma sugiere volver a la orilla en busca de algo de paz y sosiego.
Dos meses desde que lo espero, dos meses que lo añoro, dos meses que mi alma se fue tras la suya, dejándome vacío. Sin besos, caricias, abrazos, peleas ni reconciliaciones.
Con frecuencia busco en mi cama inerte el rostro de ese ser tan atrayente, imperturbable, del cual me enamoré. En otras ocasiones no me dejo abrazar por Morfeo negándome a continuar con esta tortura.
Observo el celular, pero solo tengo como respuesta una pantalla negra carente de sentimientos. Mis dedos pican para ser yo quien ceda, pero me niego. Me cansé de ser él que ruega, él que cede, él que entrega más en nuestra relación.
Un simple mensaje entra esta madrugada; tan corto y frío como su escueta personalidad. Lo releo una y otra vez.
«Nos vemos al frente de la plaza central a las tres, no llegues tarde».
Son las tres menos cinco, trato de verlo llegar, pero no hace acto de presencia. Consulto mi reloj y me juro darle solamente diez minutos antes de marcharme para siempre.
Una voz a mi espalda resuena en mis oídos, un aroma que ya ha arropado mi cuerpo llega a mí, y unos brazos que han sido mi refugio me rodean, siento con delicadeza que coloca una venda en mis ojos, a la par que entrelaza nuestros dedos. Con calma subimos peldaño tras peldaño, aprieto su mano y su varonil risa llena mi corazón, caminamos por lo que creo es un pasillo, algún que otro susurro se pierde en el aire mientras nuestros pasos van a la par. Me gira, abraza y un casto beso llega a mis labios. Le regalo una sonrisa en espera que retire la venda.
Con delicadeza libera mis ojos, se arrodilla y el momento más hermoso se despliega ante mí. —Mi amor, pide ser mi esposo, —y aún perdido en la escena, afirmo como loco con la cabeza.
Él se levanta para comerme a besos mientras un centenar de testigos dentro de la iglesia estallan en aplausos. Y es cuando entiendo que no es una simple petición de mano, sino nuestra boda.