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El amor no se escribe con vino barato
Dicen que el amor huele a flores, a verano, a cosas dulces.
El mío huele a vino tinto derramado sobre un vestido que me costó medio sueldo y a perfume barato de infidelidad.
—No es lo que parece —dice él, con la misma expresión que usan los políticos cuando los atrapan mintiendo.
Lo miro. Lo miro largo, como quien observa un cuadro feo tratando de encontrarle un significado oculto. Frente a mí, en la misma mesa, la chica con la que juró que “solo hablaba de trabajo” me devuelve la mirada con una sonrisa nerviosa y el lápiz labial que, casualmente, es el mismo tono que el mío.
Perfecto. Ironía del destino: al final me robaron hasta el color.
—Claro que no —respondo, alzando mi copa—. Es evidente que solo la estás ayudando a revisar su ortografía con la lengua, ¿verdad?
El camarero me observa con cara de “otra cita que sale mal”. Yo le devuelvo una sonrisa. Si fuera legal casarme con una botella, lo haría ahora mismo.
Tomo un sorbo largo. Me arde la garganta, pero el orgullo duele más.
No sé en qué momento me volví el tipo de mujer que escribe sobre finales felices que nunca tiene, pero aquí estoy: una escritora de romances sin romance, de amores eternos que duran lo que un like en redes sociales.
Me levanto sin mirar atrás.
Escucho que él dice mi nombre, “Melian”, con ese tono de culpa ensayada.
No me detengo.
Aprendí que cuando un hombre te llama justo después de mentirte, lo único que quiere es asegurarse de que sigas siendo su público.
El aire nocturno me golpea la cara al salir.
El tacón izquierdo tiembla peligrosamente. El derecho ya se rindió.
La ciudad brilla con luces que no me pertenecen.
Decido que no voy a llorar.
Decido que solo tomaré una copa más.
Decido que no voy a escribir sobre esto.
Tres decisiones equivocadas.
La siguiente escena que recuerdo con claridad es mi reflejo en la pantalla del ascensor: rímel corrido, sonrisa torpe, una botella de vino colgando de mi mano como trofeo.
El edificio huele a pizza vieja y desinfectante. Hogar dulce hogar.
Cuando la puerta de mi departamento se abre, un tornado de cabello castaño y energía caótica me recibe.
—¡Melian! ¡Por fin! —exclama Lyra, mi mejor amiga, mi peor consejera, y la única bruja que conozco que aún confunde la sal con el azúcar durante los rituales.
—Lyra… —le sonrío de lado—. ¿Sabías que tu predicción de “esta cita va a cambiarte la vida” era cierta?
—¿En serio? ¡Ay, cuéntamelo todo!
—Sí. Me cambió la vida porque ahora tengo oficialmente fe en el celibato.
Ella me mira en silencio por dos segundos y luego estalla en risa.
Risa contagiosa, risa de esas que te hacen olvidar por un momento que te acaban de romper el corazón en pedacitos perfectamente editados.
—Ven, siéntate. Tengo chocolate, velas y un nuevo hechizo de atracción universal —dice ella con entusiasmo sospechoso.
—¿Hechizo de qué?
—De atracción. Lo vi en un foro. Al parecer funciona para atraer lo que más deseas. Amor, dinero, inspiración… o venganza —añade con una sonrisa traviesa.
—Perfecto —le digo, alzando la botella—. Quiero todo menos amor. Eso ya lo intenté y terminé con un poema trágico y una infección emocional.
Nos sentamos en el suelo, rodeadas de velas que huelen a canela y decisiones equivocadas.
Ella comienza a trazar un círculo con sal (o azúcar, quién sabe) mientras me explica que solo hay que visualizar lo que una más desea.
Yo visualizo una pizza.
Ella me da un golpe suave en el brazo.
—En serio, Mel. Tómalo como un ritual de sanación. Cierra los ojos y piensa: si pudieras tener algo —o a alguien— ahora mismo, ¿qué sería?
Pienso.
En mi ex, no. En su traición, tampoco.
Pienso en el personaje que creé hace unos meses.
Dorian.
Mi protagonista. Oscuro, irónico, magnético.
El tipo de hombre que te mira como si fueras poesía, no un error ortográfico.
El tipo que nunca existiría fuera del papel.
—Ya sé —digo, sonriendo con la ligereza del vino—. Quiero que Dorian sea real.
Lyra parpadea.
—¿Dorian? ¿Tu personaje?
—Sí. Si el universo me odia, al menos que me mande uno de mis inventos. Uno que sepa besar bien y no me robe el cargador del celular.
Ella se ríe, pero sus ojos brillan con ese destello que siempre aparece antes de hacer algo irresponsable.
—¿Y si lo hago?
—¿Qué cosa?
—Intentar traerlo. Solo por diversión.
—Lyra, no. Ya me basta con un ex humano, no necesito un novio literario asesino.
—Vamos, será simbólico. Una ofrenda a tu musa interior —dice mientras saca su libro de hechizos, lleno de post-its y manchas de café.
Yo me dejo caer hacia atrás, riendo.
—Si mañana despierto con un tipo salido de mis páginas, te juro que te demando por secuestro interdimensional.
—Acepto la demanda. Pero déjame terminar el ritual.
Ella enciende la última vela.
Yo cierro los ojos, con la cabeza dándome vueltas.
Su voz se vuelve una melodía distante.
Entre risas, digo:
“Si de verdad tienes poderes, sácame a uno de mis protagonistas del libro. Al menos él sí sabría cómo amarme.”
Y el aire, por un instante, parece responder.
Una brisa leve cruza el apartamento.
Las velas parpadean.
Y juro —quizás por el vino— que escucho algo.
Un susurro bajo, casi un eco:
Ya lo hiciste, Melian.
Abro los ojos.
Nada. Solo la luz tenue y la risa de Lyra.
Ella aplaude.
—Hecho. ¡Listo el hechizo!
—¿Y qué se supone que pasa ahora?
—Nada, probablemente. Pero oye, si mañana aparece un hombre en tu sala, prométeme que no lo mates.
—Prometido —respondo, entre carcajadas—. Aunque si es guapo, quizá lo invite a desayunar.
Horas después, la casa duerme.
Lyra se fue.
Yo estoy tirada en el sofá, rodeada de velas apagadas y migas de galletas.
La cabeza me pesa, el corazón también.
Tomo mi cuaderno y escribo, con letra torpe:
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Editado: 07.10.2025