No dormí en toda la noche.
Cada vez que cerraba los ojos, sentía su respiración mezclarse con la mía, aunque Dorian dormía en el sillón del salón, a varios metros de distancia. No hacía falta verlo para saber que seguía ahí; algo en mi pecho lo sabía, como si una parte invisible de mí lo reconociera incluso en la oscuridad.
Desde el hechizo —o maldición, ya no lo sé— las emociones ya no me pertenecen por completo. A veces siento cosas que no nacen de mí. Un escalofrío de furia, una tristeza que no entiendo, o esa calma pesada que me envuelve cuando Dorian me mira.
No soy yo. O quizás sí… una versión que no conocía.
La mañana llegó envuelta en un silencio extraño. Afuera, el cielo estaba cubierto por una luz gris, demasiado opaca para ser normal. Lyra dijo anoche que se avecinaba un eclipse, uno que no figuraba en ningún calendario astronómico.
“Un eclipse nacido de la ruptura entre mundos”, lo llamó.
Tomé una taza de café —bueno, más bien intenté hacerlo, porque mis manos temblaban— cuando sentí su presencia detrás de mí.
No hizo ruido. No respiró siquiera. Pero el aire cambió, más denso, más… vivo.
—¿No dormiste? —preguntó con esa voz que parece hecha de tormenta y seda.
—¿Y tú sí? —respondí, sin atreverme a girarme.
—No necesito dormir mucho.
Esa respuesta me provocó un escalofrío. No sé si por la forma en que lo dijo o por lo que significaba. Recordé que no era humano. Que pertenecía a un universo que había inventado yo misma.
O al menos eso creía.
Cuando por fin me giré, lo vi apoyado contra el marco de la puerta, descalzo, el cabello alborotado, los ojos brillando con ese tono entre ámbar y gris que nunca supe describir cuando lo escribí. En mis libros, Dorian era un híbrido: mitad espíritu de fuego, mitad humano, un ser creado para proteger reinos que ya no existían. Pero el que tenía frente a mí no parecía una invención. Era real, y más peligroso de lo que cualquier palabra podría contener.
—Lyra dice que el eclipse empezará esta noche —dije, intentando sonar tranquila—. Cree que tiene algo que ver contigo.
—Tiene razón.
Su voz sonó como un presagio.
Me acerqué un poco, olvidando que aún sostenía la taza.
—¿Qué significa eso?
Dorian levantó la vista hacia la ventana, donde el sol se ocultaba tras nubes espesas.
—Significa que mi tiempo aquí debería haber terminado hace horas… pero no puedo irme. El vínculo me lo impide.
—¿El vínculo? —repetí.
—El que nos une —dijo, girándose hacia mí. Sus ojos se detuvieron en mis manos, luego en mi cuello, y por un instante, juraría que su pecho brilló débilmente, como si una luz latiera bajo su piel—. Cada vez que respiro este aire, cada vez que tú piensas en mí… la frontera se debilita. Y si la cruzo en este estado, podría arrastrarte conmigo.
El café se me derramó en los dedos, pero no sentí el calor. Solo esa punzada en el pecho.
—¿Arrastrarme?
—No físicamente —dijo, acercándose—. Pero nuestras almas están enlazadas. Parte de mí se formó con tus palabras, Melian. Tú me diste existencia. No puedo regresar sin ti.
No supe si reír o llorar.
Yo, que había pasado años escribiendo sobre el amor imposible, sobre héroes rotos y mujeres que no creían en segundas oportunidades… había terminado atrapada en mi propio cliché.
—Esto no puede ser real —susurré—. No debería serlo.
—Y, sin embargo, lo es.
Cuando dijo eso, el aire se volvió más frío. Una ráfaga entró por la ventana, haciendo que los papeles del escritorio salieran volando. Entre ellos, reconocí las páginas del borrador de Corazones de Ceniza, la novela donde él nació.
Las hojas giraron en el aire y se pegaron a la pared, formando una especie de espiral. Dorian estiró la mano y una de las páginas se encendió, sin fuego, solo con una luz blanca que parecía contener mil voces.
—Están despertando —dijo él.
—¿Quiénes?
—Los otros. Las criaturas de tus historias. El vínculo los atrae. Si yo estoy aquí, ellos intentarán venir también.
Mi mente se llenó de imágenes: los demonios que describí en mis libros, las sombras que puse en las escenas de guerra, los susurros de los personajes que creía inventados. Todos podrían estar… esperando.
—¿Y si los detectives esos, los del “Departamento de lo Oculto”, tienen razón? —murmuré—. Tal vez no eres el único. Tal vez… esto se está expandiendo.
Él me miró con una mezcla de pena y ternura.
—No deberían encontrarme. Si me descubren, intentarán sellarme, y eso te mataría.
Tragué saliva.
—¿Qué?
—Nuestros hilos de vida están entrelazados, Melian. Si destruyen el mío, el tuyo se apaga.
El silencio fue absoluto. Solo se oía el tic-tac del reloj y mi respiración acelerada.
Lyra apareció en ese momento, despeinada, con los ojos ojerosos y un grimorio en la mano.
—El eclipse se adelantó. Comienza al anochecer —dijo, sin mirar a Dorian—. Y si no encontramos el origen del vínculo, ambos van a colapsar.
—¿Colapsar? —pregunté.
Lyra me sostuvo la mirada.
—Tu energía y la suya se están mezclando. En pocas horas, uno absorberá al otro.
Dorian dio un paso atrás, como si esas palabras lo golpearan.
—No permitiré que eso le pase.
Lyra lo ignoró y comenzó a trazar un círculo de sal y pétalos de lavanda en el suelo.
—Necesito ver lo que él ve. Si compartes emociones con él, tal vez puedas proyectarlas.
Yo negué con la cabeza.
—No sé cómo hacerlo.
—No pienses. Siente —dijo Lyra, tomándome las manos—. Concéntrate en el primer momento en que lo viste.
Cerré los ojos.
Y de pronto, todo se iluminó.
Vi el instante en que Dorian cruzó el umbral entre mundos: el resplandor de fuego, su cuerpo cayendo al suelo de mi estudio, el sonido de un corazón latiendo al mismo ritmo que el mío. Pero había algo más… algo que no recordaba.
Una sombra detrás de él. Una voz que susurró:
“Si lo llamas, no podrás soltarlo.”
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Editado: 18.10.2025