“Cuando los dioses sangran”
(Punto de vista de Dorian)
El fuego no tiene forma.
El fuego es la forma.
Eso lo había olvidado.
Cuando el equilibrio se quebró y mi esencia atravesó el velo, lo primero que sentí fue dolor.
Dolor humano.
Dolor real.
Caí en medio de la habitación de Melian, entre humo y ceniza, respirando aire por primera vez en milenios.
El fuego dentro de mí rugía, descontrolado, intentando adaptarse al peso de la carne.
Cada respiración era un recordatorio de lo que había sacrificado.
El equilibrio.
La eternidad.
El cielo.
Todo, por ella.
Melian estaba en el suelo, arrodillada, con las manos extendidas hacia mí.
Sus ojos —tan humanos, tan llenos de asombro— me buscaron, como si la memoria intentara reconstruirse a sí misma.
—¿Eres… real? —susurró.
Sonreí, aunque mi cuerpo temblaba.
—Solo si tú lo crees.
El fuego a mi alrededor se extinguió poco a poco, convirtiéndose en luz.
Ella dio un paso hacia mí.
Lyra intentó detenerla.
—¡No te acerques, Melian! —gritó—. ¡No sabes lo que estás haciendo!
Pero era demasiado tarde.
Cuando su piel rozó la mía, el universo entero pareció detenerse.
El vínculo rugió, reactivándose con una intensidad que desgarró el aire.
Mis venas se encendieron.
La suya también.
La marca dorada volvió a arder en su pecho, respondiendo a la mía.
El fuego nos unía otra vez.
No podía evitarlo.
No quería hacerlo.
—Te encontré —susurré, con la voz quebrada.
Ella tembló.
Una lágrima cayó, lenta, resplandeciente.
—No sé por qué… pero siento que esto ya pasó.
Lyra nos miraba con horror.
Su magia se agitaba alrededor, intentando contener la expansión del fuego.
El departamento temblaba.
El cielo fuera se abría en grietas doradas.
Sabía lo que eso significaba.
El equilibrio se estaba desmoronando.
Y era mi culpa.
El fuego interno me quemaba.
No como antes, no con gloria celestial, sino con la miseria de lo prohibido.
Mi cuerpo humano no estaba hecho para contenerlo.
Cada latido era un estallido.
Lyra se acercó con un sigilo que solo los antiguos podían tener.
Sus ojos eran pura rabia contenida.
—¿Qué hiciste, Dorian? —dijo entre dientes—. ¡Rompiste el ciclo!
—No podía quedarme allá —respondí, jadeando—. No después de escucharla llamarme.
—¿Escucharla? —rió con amargura—. ¡Tú plantaste ese fuego en su alma! ¡La hiciste llamarte sin querer!
—Lo hice para protegerla.
—¿Protegerla? —su voz se volvió un grito—. ¡La estás destruyendo!
Su magia se encendió, un azul cortante.
El suelo vibró.
Las sombras se curvaron.
Melian se interpuso entre nosotros.
—¡No lo toques!
Lyra se quedó inmóvil, como si esas palabras la hubieran golpeado más fuerte que cualquier hechizo.
La miré.
Mi Melian.
Mi llama errante.
No recordaba quién era, pero en sus ojos aún quedaban fragmentos del alma que había amado.
—Él no es tu enemigo —le dije a Lyra—. El fuego… ella es su guardiana ahora.
Lyra apretó los puños.
—No entiendes lo que has hecho. Si el fuego vuelve a su forma original, los planos se colapsarán. No habrá humanos, ni dioses, ni equilibrio. Solo… cenizas.
La habitación crujió.
Las ventanas se rompieron solas.
El aire se volvió pesado.
Yo lo sabía.
Lo había visto antes, en otro mundo, en otro ciclo.
La destrucción que viene cuando el amor rompe las reglas del universo.
Y aun así, no podía arrepentirme.
Cuando Lyra salió para intentar reforzar el sello exterior, me quedé a solas con Melian.
Ella estaba sentada en el sofá, abrazando una manta, observándome con una mezcla de miedo y ternura.
—No entiendo nada —dijo—. Todo parece… al revés.
Su voz era suave, rota.
—Cada vez que cierro los ojos, veo un cielo ardiendo. Veo tu rostro, pero no sé quién eres.
Me acerqué despacio.
—Soy lo que escribiste antes de olvidarlo.
Ella alzó la mirada.
—¿Antes?
—Sí —murmuré, sentándome frente a ella—. Cuando aún recordabas los otros mundos. Cuando eras más que humana.
Ella se rió nerviosa.
—¿Quieres decir que fui una diosa o algo así?
Sonreí, cansado.
—Algo así.
No podía decirle toda la verdad.
No aún.
Porque si recordaba todo, el fuego volvería a consumirla.
—¿Por qué siento que te conozco desde siempre? —preguntó.
—Porque tu alma me recuerda —le respondí—. Aunque tu mente no lo haga.
Sus ojos se humedecieron.
—Entonces… ¿esto es amor?
La pregunta me rompió.
Porque sí.
Pero también no.
El amor humano no arde así.
El nuestro era un fuego que destruía mundos.
Me incliné hacia ella.
Acaricié su mejilla.
—Es algo más antiguo que el amor —susurré—. Algo que los dioses prohibieron porque ni siquiera ellos podían soportarlo.
Ella cerró los ojos, temblando.
Su respiración se aceleró.
El fuego entre nosotros empezó a despertar otra vez.
—No puedo… —dijo, conteniéndose—. Lyra dice que esto es peligroso. Que tú no deberías estar aquí.
—Ella tiene razón —admití—. Pero tampoco puedo irme.
Ella abrió los ojos.
—¿Por qué?
—Porque si me alejo, el fuego que te dejé se descontrolará. Te matará.
Un silencio cayó.
Uno tan profundo que hasta el fuego pareció contener el aliento.
Ella me miró con horror y comprensión.
—Entonces estamos atados.
Asentí.
—Hasta que uno de los dos se apague.
Esa noche no dormimos.
Nos quedamos mirando la ciudad desde la ventana.
El cielo estaba cubierto de fracturas doradas, y las sombras parecían moverse por sí solas.
El mundo empezaba a sentir las consecuencias de mi regreso.
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Editado: 18.10.2025